El niño Adolf Hitler fue maltratado física y psicológicamente por su padre Alois. Como sufría muchas pesadillas y mostraba ya a los seis años una conducta extraña y poco social, el médico de la familia, Ernest Bloch, le pidió consejo a Sigmund Freud, quien no dudó en recomendar que ingresaran al niño en un instituto de salud mental de Viena. Este insólito cruce entre el judío Freud y el futuro asesino de más de seis millones de judíos, es inquietante. El padre, Alois, siguió zurrándole al niño Adolf y no hizo caso del sabio consejo. No sabemos qué podría haber sucedido en caso contrario.
La vida es una cadena imprevisible de cruces, enlaces, encuentros y desencuentros. El nanoespacio que va de una decisión a otra, ese vacío infinitesimal donde habita la duda, es la nada absoluta de la que procede el universo entero. Y cambia a cada milisegundo. Al darnos cuenta de ese insondable abismo apreciamos mucho más nuestra libertad y responsabilidad, a pesar de su rotundo determinismo, del que sólo nos libramos gracias al leve resplandor de la conciencia.
La cadena de sorprendentes cruces que dio lugar al monstruo de Hitler tiene un comienzo turbador: su abuelo pudo ser el barón Rothschild, conocido judío, que dejó embarazada a una criada, de apellido Schicklgruber, apellido que llevó su hijo Alois durante 40 años y que cambió por el de su padrastro, ya muerto, Hiedler, que acabó en Hitler. Hijo de un bastardo, por tanto, fue acumulando rencor y odio en la misma medida en que era despreciado y humillado. Cuentan que una noche quiso escapar por una ventana y se quedó enganchado. Su padre llamó a toda la familia para que se rieran de él. Adolf lloró durante tres días y entonces tomó la decisión de no volver nunca más a llorar, por más zurriagazos que recibiera. Quizás fue entonces cuando resolvió asesinar simbólicamente a su padre y a su abuelo y físicamente a todos los judíos, a los que consideró raza, pero no humana.