Estás parado en medio de una sala helada, desnudo y tiritando de frío, te han arrancado la vida de un solo golpe, te han apartado de tu mujer y de tus hijos después de apilarlos como cosas en vagones espectrales que los llevaron rumbo a la nada, estás solo en este mundo, vencido por la sed y el hambre, un hambre crónica desconocida por los hombres libres, atónito y en silencio porque no hay palabras para nombrar este horror, has descubierto que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre, cuando te sacude el aullido de los que mandan y te enceguece el brillo de las navajas de afeitar y las máquinas de rapar que ellos traen, armas filosas con las que te dejarán más desnudo todavía, aturdido y solo.
Estás ahora en una sala más pequeña ante un hombre de gesto hosco que grita en una lengua incomprensible; lleva en una mano un punzón de aguja corta con el que tatuará en tu antebrazo un número humillante y que, sin embargo, será tu contraseña en el campo de aniquilamiento, porque tan solo mostrarlo te darán un mendrugo de pan o un caldo y te entregarán una chaqueta y los zapatos para que te cubras, un trozo de pan que te dan cada mañana una vez que te vistes junto a tu litera diminuta y atraviesas la barraca y llegas a la zona de distribución, a veces aliviando tu vejiga como un animal mientras corres para no perder ni un segundo en busca de la comida, un trozo de pan que es tan solo un mendrugo que parece gigantesco en manos de tu vecino y pequeño hasta echarse a llorar en las tuyas.
Estás caminando junto a otros rumbos a una montaña de carbón o una pila de vigas, el paso lento y mecánico, una coreografía de cuerpos espectrales y cráneos rapados, de miembros rígidos y músculos entumecidos, de pies tajeados por el frío y la nieve, cuerpos con un modo de andar extraño, inhumano, duro, como fantoches rígidos que sólo tuviesen huesos. Sos uno de los hombres útiles seleccionados para ser tan solo una bestia de carga, apenas una sombra de lo que has sido.
Estás durmiendo en el camastro angostísimo junto a un desconocido, sus pies junto a tu cabeza, los huesos salientes de uno clavándose en las caderas del otro, escuchando el murmullo desolado de los que saben que los aguarda la muerte en las cámaras de gas y el ruido del hambre de otros prisioneros, porque muchos chasquean los labios y baten las mandíbulas mientras sueñan que están comiendo, y casi todos sueñan con regresar a sus casas y dejar atrás este infierno de humillaciones y prohibiones donde ya se huele la muerte y no es deseable siquiera asearse, mucho menos hacerlo en el baño pestilente con su piso enlodado y húmedo de orines, aunque alguien te ha dicho que lavarse todos los días en el agua turbia del inmundo lavabo es prácticamente inútil a fines de la limpieza y la salud, pero es importantísimo como síntoma de un resto de vitalidad y necesario como instrumento de supervivencia moral.
Estás soñando con regresar a casa y al cobijo de los tuyos cuando una voz extranjera te arranca del sueño, de modo que la ilusoria barrera de las mantas cálidas, la frágil coraza del sueño, la evasión nocturna, aun tormentosa, caen hechas pedazos, y entonces empieza una nueva jornada de humillaciones en el campo donde has aprendido a sobrevivir, aunque la maquinaria perversa de los nazis te haya querido convertir en un animal entre animales, has aprendido que debías mantenerte en el mundo de los vivos para contarlo y comprendido que todos allí son esclavos sin ningún derecho, expuestos a cualquier ataque, abocados a una muerte segura, pero que han preservado una facultad y deben defenderla con todo vigor porque es la última: la facultad de negar el consentimiento.
Has dejado tu testimonio por escrito en libros excepcionales llenos de coraje y entereza moral: Hemos viajado hasta aquí en vagones sellados; hemos visto partir hacia la nada a nuestras mujeres y a nuestros hijos; convertidos en esclavos hemos desfilado cien veces ida y vuelta al trabajo mudo, extinguida el alma antes de la muerte anónima. No volveremos. Nadie puede salir de aquí para llevar al mundo, junto con la señal impresa en su carne, las malas noticias de cuanto en Auschwitz ha sido el hombre capaz de hacer con el hombre.