Irán: una esperanza que se desvanece

La reciente elección de Hassan Rohani como presidente de Irán despertó la esperanza de que podía haber cambios positivos en materia de respeto a los derechos humanos y libertades esenciales en el país de los persas. Lo cierto es que nada ha cambiado, lo cual no sorprende demasiado desde que la autoridad real no está en manos del presidente, sino del líder supremo Ali Khamenei, a lo que cabe agregar que Rohani siempre ha formado parte del núcleo central de la elite clerical que gobierna autoritariamente a Irán.

Los principales líderes políticos opositores, los reformistas Mehdi Karroubi y Mir-Hossein Mousavi, continúan prisioneros (el primero, con arresto domiciliario). Además, Rohani designó ministros pertenecientes al ala conservadora de la oligarquía clerical en todas aquellas carteras vinculadas con los derechos humanos y las libertades civiles y políticas. En el Ministerio de Justicia, concretamente, la designación recayó en un hombre con una larga y oscura trayectoria en los servicios de inteligencia iraníes, a quien algunos atribuyen participación en las ejecuciones en masa de 1988 y en los asesinatos de disidentes políticos dentro y fuera de Irán de la década del 90.

A diferencia de su predecesor, Rohani no designó a ninguna mujer en su gabinete ministerial. Sólo convocó a dos de ellas para desempeñarse dentro de la docena de relativamente inocuas vicepresidencias previstas en la estructura institucional del gobierno iraní. La postergación social de la mujer no ha cambiado nada.

Irán continúa siendo el segundo país del mundo en materia de aplicación de penas capitales, sólo superado por China. Se estima que desde la elección de Rohani, según Amnistía Internacional, unos 407 prisioneros perdieron la vida en ejecuciones. En materia religiosa sigue la intolerancia respecto de las minorías. En el caso particular de los miembros de la fe Bahai, así como respecto de quienes pertenecen a la orden chiita Sufi, las persecuciones han incluido asesinatos de clérigos y ministros. La mayor parte de los grupos cristianos opera en residencias privadas. Y, con frecuencia, sus miembros sufren arrestos e intimidaciones.

La censura es normal. Los periodistas con opiniones disidentes terminan en la cárcel y los medios que no se alinean con el discurso único de los clérigos son amordazados o no autorizados.

En ese lúgubre escenario doméstico, no es demasiado sorprendente que Irán continúe negándose a ser visitado por los funcionarios de las Naciones Unidas que trabajan en el área de los derechos humanos.

Rohani y su canciller, Mohammad Javad Zarif, evidencian cordialidad, simpatía, flexibilidad y hasta buena disposición en las conversaciones y negociaciones internacionales sobre el peligroso programa nuclear iraní. Hasta ahora, éstas han avanzado satisfactoriamente, pero hay manifestaciones recientes de las altas autoridades iraníes sobre la utilización futura de centrífugas para enriquecer uranio que han comenzado a generar alguna preocupación respecto del porvenir, es decir, de los acuerdos posteriores a los convenidos interinamente, aquellos de carácter permanente.

Queda visto que en materia de derechos humanos y libertades civiles y políticas nada ha cambiado en Irán. Los aparatos represivos siguen funcionando. Las intimidaciones y las amenazas no han desaparecido y el pueblo iraní continúa postergado. Es posible que el presidente Rohani no tenga aún margen político doméstico para comenzar a cumplir con sus promesas en materia de derechos humanos y libertades esenciales. Pero lo cierto es que el autoritarismo iraní sigue dominando. (La Nación)

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