Los millones de víctimas del fanatismo reflejan las tendencias destructivas del hombre; a esa pulsión de muerte se le opone otra, de signo contrario, que permite la supervivencia y el progreso de la especie
Por fin, tras muchos años de ejercerse el odio y la violencia en Medio Oriente, la tenebrosa oleada de refugiados que huye hacia Europa hace repensar las políticas implementadas por dirigencias locales o exteriores. Aunque no se trata sólo de esa región: también hay oleadas de refugiados que emigran con gran sufrimiento y riesgo desde América Central hacia los Estados Unidos. Diversos factores podrían explicarlas. Pero ante ellos emerge la impotencia de los poderes nacionales e internacionales. Son millones las víctimas del odio, el fanatismo y la inmoralidad. En todas partes existen conflictos, pero sólo en algunas derivan hacia catástrofes como las que ahora afligen.
No son nuevas, claro. Hubo matanzas y discriminaciones de fabulosa magnitud lejanas y cercanas en el tiempo. No me refiero sólo a las guerras mundiales o a las de Corea, Vietnam, los Balcanes, África, Irak. También se debe incluir la excusa ideológica de imponer por la fuerza un utópico orden superador que llevó a la muerte a decenas de millones de rusos y chinos sin que surgiera un repudio de equivalente voltaje.
Es reiterativo preguntar si la destrucción tiene un firme asiento en el alma. Parece que sí, aunque cueste aceptarlo. Procede de instintos agresivos que rompen sus límites de contención bajo diferentes excusas. Tanto la psicología como la antropología demuestran que en el ser humano habitan tendencias destructivas que pueden superar a las de los otros seres vivos. No es falsa la aseveración de que el hombre puede ser más cruel que los lobos. Ahora somos capaces no sólo de poner en riesgo la especie, sino el planeta mismo. Los arsenales atómicos existentes podrían hacer estallar cien veces la Tierra y convertirla en un polvo intrascendente, disperso sin explicación ni memoria entre las galaxias asombradas.
Durante la Guerra Fría existía una polarización de fuerzas que mantenía una temblorosa estabilidad, y había incluso códigos entre las superpotencias para que un error no terminase en apocalipsis. Pero ahora muchas armas pueden caer en manos de místicos asesinos que esperan ser premiados en la otra vida por aniquilar la existente.
Contra el impulso destructivo gravita el vital. Este impulso debe cumplir una tarea de cíclopes para frenar a su enemigo. Las iniciativas son en general disparadas por el malo. Primero se mató, luego vino el mandamiento de «no matarás». La confusión aumenta, sin embargo, porque las guerras, por ejemplo, han generado también beneficios en el campo de la medicina, los transportes, las comunicaciones, las leyes. Recuerdo que mientras estudiaba medicina y me enteraba de algunos progresos obtenidos por causa de esas hecatombes, sentía vergüenza. Se quebraba mi convicción de que el bien y el mal no marchan juntos, ni se tocan siquiera. Pero estaba equivocado: a menudo desorientan al más listo. Sólo hablar del bien y el mal ya es peligroso, porque los argumentos suelen deslizarse hacia versiones maniqueístas o dogmáticas. Tantas veces se debe servir al bien haciendo un mal, tantas veces se hace un mal e, indirectamente, se ayuda al bien. Es incómodo escribir estas líneas, porque son resbalosas. Pero el agnóstico André Gide nos previno: «No creer en el diablo implica darle todas las oportunidades».
Freud asombró a sus discípulos cuando modificó su primera teoría de los instintos, al no poder ignorar por más tiempo la evidencia del binomio Eros-Tánatos. Lo hizo en una serie de publicaciones con variados enfoques. En síntesis, afirmó que las pulsiones humanas pueden concentrarse en dos grupos: las eróticas (en el sentido que se da a Eros en El banquete, de Platón), que pretenden conservar y reunir, y las opuestas, que anhelan destruir y matar. Eros estimula el acercamiento y la vida, Tánatos desune y favorece la muerte. Esta oposición conceptualiza el conocido antagonismo entre amor y odio. Algo parecido a la polaridad física entre atracción y repulsión. Lo asombroso es que cada una de esas pulsiones es indispensable, porque de las acciones conjugadas y contrarias nacen los fenómenos de la existencia. Parecería que nunca una pulsión perteneciente a una de estas dos características puede actuar de forma solitaria, con total asepsia: siempre la contamina la opuesta, que, a veces -como ya se señaló-, modifica su objetivo final y otras, paradójicamente, contribuye a su concreción. La pulsión de autoconservación, por ejemplo, que es de naturaleza erótica, necesita de cierta agresión para conseguir su propósito (el masticar es agresivo).
Los seres humanos se vienen asesinando desde las brumas de la prehistoria. Parricidios, fratricidios, filicidios y genocidios conviven con los esfuerzos por evitarlos. La sobrevivencia de la especie fue un milagro triple: haber vencido la hostilidad de la naturaleza, haber superado las debilidades físicas propias del hombre y -lo más notable- haber frustrado el ansia de exterminarnos mutuamente.
Parece que Eros tiene desventajas ante Tánatos. Pero esa desventaja proporcionó algunos bienes. Por ejemplo, forzó el desarrollo de la cultura en su más amplio sentido. Por causa de su frágil poder, Eros convirtió su aventura en epopeya. Los seres humanos habríamos carecido de méritos si en nuestro interior no habitase el salvaje violento que necesitamos combatir. Todo habría sido demasiado fácil. Tánatos es un monstruo insaciable que obliga a mantener alerta y siempre activo el impulso vital, transformar las sanguinarias tentaciones en actividades socialmente virtuosas. ¿Ejemplos? El deporte, el arte, la investigación, el debate.
Por desgracia, las hordas primordiales parecerían haberse multiplicado en nuestros días, como testimonia la actividad de organizaciones impiadosas cuyo fin manifiesto es imponer el absolutismo mediante la mayor cantidad de muertes, daños y sacrificios a su alcance. No se las condena ni combate con suficiente eficacia. Soplos brutales derrumban en segundos los frisos y columnas de la civilización, como acaba de suceder en la fabulosa Palmira. Y ya son millones quienes abandonaron sus hogares y dejan cadáveres en el camino.
En 1948, la ONU aprobó leyes contra el genocidio. Pero, por presión de los delegados soviéticos, quedaron eliminadas las razones políticas, económicas y culturales. Es decir, se impusieron intereses facciosos sobre los de la humanidad. Y esto no produjo repugnancia en los sectores autocalificados de «progresistas».
Las macabras columnas que huyen de Medio Oriente para llegar a países europeos donde predominan códigos de tolerancia y pluralismo que a esas columnas se les había enseñado a despreciar revelan el error de los países occidentales. Durante demasiado tiempo han permitido y hasta respaldado satrapías que perpetúan la explotación, la ignorancia y el odio. En lugar de exigir que algunas élites tapadas de riqueza inviertan en construir refugios, brindar asistencia médica y generar trabajo en un Medio Oriente enorme en tierras, casi todas las voces piden más esfuerzo a Alemania. Arabia Saudita ha ofrecido dinero para construir, ¡en Alemania!, cien mezquitas, adonde irán predicadores antioccidentales. En vez de levantar viviendas, comedores y fábricas. En La Meca existen miles de carpas con aire acondicionado que se usan durante pocos días para acoger a los peregrinos. ¿Por qué no las brindan a los refugiados?
El río de la violencia suele despreciar hasta los más persuasivos límites. Llega a mantenerse luego de haber quedado lejos la causa que la desencadenó. La violencia no es racional, pero nunca faltan racionalizaciones para explicar lo inexplicable. La violencia late en la cabeza y los músculos de todo ser vivo. Pero eso no justifica abstenerse de tomar las medidas que ayuden a frenar sus descargas.
Para contribuir a descalificarla más aún, vale el giro novedoso que imprimió Borges a la historia de Caín y Abel en su texto llamado «Leyenda». Dice así: «Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra, dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen. Abel contestó: «¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos, como antes».
Fuente: La Nación
Autor: Marcos Aguinis