La continuidad del pueblo judío en la diáspora durante más de dos mil años se asentó sobre dos pilares básicos: el estudio de los textos bíblicos fundacionales y la preservación de los ritos esenciales que regulan la vida, tales como la circuncisión y el Bar-Mitzvá.
La transmisión de los valores – que garantizan la continuidad y la pertenencia de las nuevas generaciones a la comunidad- sólo se puede desplegar en toda su potencia a través del estudio y la práctica de los ritos –aún para aquellos que los despliegan sin dogmas de fe.
El estudio y la lectura sin ritos que los enmarquen, derivan en un conocimiento meramente intelectual; y por el contrario, los ritos, sin sustento discursivo explícito, se convierten en una mera práctica ritualizada, vacía de contenido simbólico.
La escuela judía y el templo han sido los lugares en los que se articularon siempre los conocimientos y los ritos, y son estas dos instituciones de la vida comunitaria, las que ha permitido preservar la identidad judía a través del tiempo.
Hubo empero épocas donde las persecuciones, los pogroms y los campos impidieron el desarrollo institucional de la vida judía, y las familias fueron las únicas encargadas de transmitir el amor y la fidelidad a los propios orígenes.
Durante el nazismo aquellos niños que lograron sobrevivir de entre el millón y medio de asesinados, carecieron por completo de las posibilidades de integrarse a su historia, a través de los rituales que sancionan en acto tal pertenencia identitaria.
Sin embargo el espíritu judío pudo trascender aún las realidades más atroces como las del nazismo, que pretendió remplazar el orden cultural por el predominio arbitrario de la violencia sin ley.
En tal sentido leemos, con júbilo, que doce sobrevivientes de la Shoá, celebraron días pasados su Bar-Mitzvá en Israel, y lograron consumar así un frustrado anhelo de su infancia.
Este acto expresa de modo ejemplar, la característica más notable del pueblo judío, dado que éste ha fundado su existencia en el alto valor que le concedió a la espiritualidad, postura que le permitió sobreponerse y sobrevivir al odio de los pueblos, cultores de la fuerza del instinto, tal como escribió Freud: «Naturalmente, el privilegio que durante unos dos mil años gozaron los anhelos espirituales en la vida del pueblo judío no dejó de tener consecuencias: contribuyó a restringir la brutalidad y la propensión a la violencia que suelen aparecer cuando el despliegue de la fuerza muscular se convierte en ideal del pueblo. A los judíos les quedó negada la armonía entre el desarrollo de las actividades espirituales y el de las corporales que alcanzó el pueblo griego: pero, colocados ante la disyuntiva, optaron al menos por lo más valioso».

Por Dr. José Milmaniene
Médico psiquiatra y psicoanalista.
Miembro titular en función didáctica y Profesor del Instituto del Psicoanálisis de la Asociación Psicoanalítica Argentina.
Otra de sus obras publicadas son «La Función Paterna» y «Arte y Psicoanálisis».