27 DE ENERO- DÍA INTERNACIONAL DE CONMEMORACIÓN EN MEMORIAS DE LAS VÍCTIMAS DEL HOLOCAUSTO – El 27 de enero de 1945 fue liberado el campo de concentración que es el símbolo del nazismo. Dos mujeres polacas que fueron prisioneras allí brindan el testimonio de la barbarie. Cómo es la vida, cuando la muerte es una realidad inminente, cuando el terror es el telón de todas las historias. Ambas creen que su misión en la vida es narrar lo sucedido.
Setenta años han pasado desde que el Ejército Rojo ingresó al campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, el 27 de enero de 1945, una semana después de que los alemanes lo abandonaran. Pocas personas llegaron hasta ese día y aun son menos las que lograron sobrevivir a la marcha de la muerte y alcanzaron la libertad.
PERFIL rescata el testimonio de dos mujeres, Genia Rotsztejn y Liza “Lea” Zajac, ambas polacas de 88 años, que aún llevan en el cuerpo las huellas del padecimiento en los campos. Ambas sostienen que parte de su misión es brindar testimonio de lo sucedido allí.
Rotsztejn provenía de una familia adinerada y debió padecer el encierro en el gueto de Varsovia y vivenciar el levantamiento de los jóvenes judíos contra los nazis. Luego, fue trasladada al campo de exterminio de Majdanek, cerca de la frontera con Ucrania, hasta que recayó en Birkenau en 1943. “Fue tan terrible que me marcaran, porque dejé de ser un ser humano, que se me borró de la mente”, explica.
Los padres de Zajac eran de clase media-baja, y cuando Alemania invadió su país huyeron hacia el Este y quedaron en la zona controlada por la Unión Soviética, hasta que en 1941 Adolf Hitler rompió el pacto con Josef Stalin y su suerte cambió para siempre. Durante dos años, fue confinada a un pequeño gueto hasta que la transportaron a Auschwitz, hacinada en vagones de carga. “A mi madre, con mi hermanito en brazos, la subieron a un camión que iba a la cámara de gas desde la plataforma del tren”, dice.
Los padecimientos y las torturas que sufrieron siguen presentes en sus mentes. Ambas juraron no olvidar y contarle al mundo la verdad hasta el último día de sus vidas. Estas son sus historias.
El testimonio de Genia Rotsztejn, sobreviviente. “Era un castigo y ¡no le había hecho mal a nadie a los 15 años!”
Cuando llegamos a Birkenau, nos raparon. Hasta el día de hoy, no puedo recordar cuándo me tatuaron el número. Fue tan terrible que me marcaran, porque dejé de ser un ser humano, que se me borró de la mente”.
“Un día nos sacaron porque iban a desinfectarnos, vinieron con unos tanques llenos de agua fría en pleno invierno, nos hicieron tirar la túnica que teníamos puesta allí y quedamos desnudas media hora a la intemperie. Después, nos tuvimos que poner la ropa mojada e irnos a dormir así. Al día siguiente les gritaba a las chicas que tenía al lado que me sacaran las manos, las piernas de encima, porque nos poníamos de a siete para darnos calor. Estaban muertas. La mitad no sobrevivió esa noche”.
Con mi mamá luchamos la una junto a la otra, agarramos un papelito para medir el pan que nos daban para que fuera igualito para las dos. Muchas veces la seleccionaron para llevársela a la cámara de gas y puse el saco con mi número y me quedé con el de ella para que no la enviaran.
Un día me enfermé de tifus y me llevaron a la barraca de la muerte. No sé cómo subí a la cucheta de arriba de todo y estuve no sé cuánto tiempo sin comer ni beber. En eso, vino la capo y gritó: “Esta mierda mañana va toda al cielo”. Fue algo terrible estar esa noche con esas chicas que iban a cremar al día siguiente. A la mañana vinieron y las subieron a los camiones. Raspaban las paredes, querían romperlas. Salí de mi cama y la nazi me ordenó: “Vieja puta, subí”. No voy, vos anotaste mi número. Me dio una cachetada y otra y una patada en la cola y, de golpe, puso la mano en el delantal y sacó mi número. Me mandaron a los baños, me tiraron un balde de agua fría y me fui a otra barraca para que me dieran la vestimenta de hombre y de vuelta a trabajar.
Por las noches armaba granadas en una fábrica, teníamos que controlar si estaban bien hechas y dejarlas de color verde. Una vez nos las mandaron de vuelta y la capo nos dijo que nos iban a dar 25 latigazos en un caballete. Corrí hasta la parte donde estaban los hombres y les pedí que explicaran que había sido culpa del control, que la pusimos muy tarde y por eso salió mal.
Cuando volví corriendo, me tropecé con una bomba y me rompí la pierna. Me arrastraron a la fila, porque no podía caminar. Cuando llegué, la nazi me dio una paliza, me pateaba con las botas con puntas. Sangraba por todos lados. Entonces, vino el jefe y la increpó: “A esta judía que no le pase nada porque trabaja bien. Quiero verla de vuelta”.
Anduvimos tres kilómetros hasta el campo. Cuando llegamos, me subieron en un carro, donde ponían las ollas de comida, y me llevaron a la enfermería para que me vieran la pierna. Pensé: mañana vas al fuego. Tenía fiebre tifoidea, tos convulsa, disentería, pesaba 28 kilos, no pensaba que iba a sobrevivir. Al principio creí que era un castigo de Dios, pero a los quince años no había pecado, no le había hecho un mal a nadie.
Me atendió una médica rusa y me puso un yeso. ¡En Birkenau tuve un yeso! Me da vergüenza decir esto porque quemaban chicos de dos o tres años, a los de un año les rompían las piernas y la cabeza con las manos, a las mujeres les sacaban los ovarios sin anestesia.
Cuando salí de Auschwitz, pensaba que iba a ser como la reina Saba, que me iban a recibir con bombos y platillos, y todo fue tan diferente. Nadie quería darme una cuchara de agua por ser judía.
Aún sufro con los sueños. No tengo venas de tanto bromuro que me inyectaron para poder dormir, mi cabeza está llena de infartos por tanta desesperación. Empecé a contar mi historia, a escribir libros, porque el mundo debía saber y escuchar, pero cuando lo hago me paso unos días en la cama, sumida en mis pensamientos.
Me llamaron diez veces para invitarme a Auschwitz. Si voy, no vuelvo más. No quiero ver esa Polonia llena de sangre y cenizas. Todos los campos los construyeron allí porque sabían que los polacos son muy antisemitas. No quiero saber nada con su pueblo, ni verlos más en mi vida. Dejé ahí a sesenta personas de mi familia.
Siempre tengo la esperanza de hallar a alguien, pero ya soy vieja. ¿A quién puedo encontrar? Y si lo hago, ni me va a reconocer. Me suelo decir: vos mentís, tuviste un sueño malo, esto no puede ser”.
Liza zajac, en primera persona. “Sé que si sobreviví es para contar lo que sucedió allí”
Ami madre, con mi hermanito en brazos, la subieron a un camión que iba a la cámara de gas desde la plataforma del tren. Mi hermanita y yo estábamos abajo con mi otra tía. En un momento, a ella la separaron con otras mujeres jóvenes y mamá se dio cuenta y me gritó: ‘Lea, corré’. No pensé en nada y me escabullí entre ellas. Mi hermanita me siguió, pero la vieron, la apalearon y la tiraron al camión. En diez minutos, desaparecieron todos, no hubo más gritos. A nosotras nos llevaron a un galpón grande donde nos desnudaron, raparon y tatuaron. Me tocó el 33.502.
En el trabajo, íbamos en filas de a cinco y con mi amiga nos sosteníamos y decíamos: tené cuidado, poné el pie, levantá un poco, porque a la que se caía la remataban enseguida. Un día el nazi que nos cuidaba le empezó a gritar que caminara más rápido, se ensañó con ella hasta que dio un paso en falso, se le salió el sueco y se cayó en el lodo. Sacó la metralleta y la mató.
Malka quedó con los ojos abiertos, aún la veo, como preguntándose por qué. Con otra compañera, la trajimos de vuelta al campo. Su cabeza descansaba sobre mi hombro y su brazo me daba un golpe en la cadera a medida que íbamos andando. Siento esos golpes hasta la actualidad.
Me agarró una melancolía tal que sólo miraba fijo. Dejé de comer y hablar. Caminaba cada vez peor y cuando había que levantar las piedras, mi tía me tironeaba, me sostenía, hacía mi trabajo y, cuando venía el nazi, me enderezaba. No sabía qué hacer conmigo.
Una noche logró cambiarles a los gitanos mis pedazos de pan por una botellita de té. Vino a mi barraca y no podía ni tomarlo. Me decía: “Mirame quién soy”. No le respondía. Se desesperó y empezó a sacudirme hasta que reaccioné y me largué a llorar. De a poquito, volví a la normalidad.
Una vez fui a la enfermería, que era la antecámara de la muerte, porque tenía la rodilla hinchada y no podía caminar. Allí, vi a una mujer rubia con el guardapolvo blanco, la doctora Luboff, que era prisionera de guerra, hablando en ruso con una chica. Corrí, la abracé y me largué a llorar y le conté quién era. Me abrazó y, a partir de entonces, me llamó hijita y me protegió durante casi un año.
Cuando se enteraba de que iba a haber una selección, me mandaba al campo de trabajo y, al día siguiente, volvía otra vez protegida por ella. Una vez vinieron a buscarla porque tenía que curar a un nazi y justo hicieron una selección. Nos bajaron de las camas y el doctor Josef Menguele me agarró la mano con sus dedos de araña ponzoñosa, levantó mi brazo y una chica anotó mi número.
Había una epidemia de tifus terrible en aquel entonces y esa noche falleció una polaca y la secretaria del hospital, una recluta austríaca no judía, se robó la lista, tachó mi número y puso el de esa mujer cuando el guardia salió. Se llevaron a todas y me quedé sola.
A fines del ’44, me mandaron a trabajar a una oficina en Auschwitz y así pude seguir tirando hasta el 18 de enero de 1945, cuando nos evacuaron. Nos llevaron caminando en medio de la nieve, pasé por varios campos, siempre con mi tía al lado, hasta el 23 de abril de 1945, cuando nos encerraron en un galpón cerca del río Elba. Nos dormimos y a la madrugada sentimos el grito de los rusos cuando tomaban un lugar: ¡hurra! Nos miramos las unas a las otras y dijimos: ¿y ahora qué? No tenemos a nadie. Fuimos a Polonia, a nuestra ciudad, pero ninguno de los nuestros sobrevivió. Ella se quedó y yo me vine para acá.
Pasaron muchos años y aún tomo pastillas para poder dormir, pero mis únicos sueños son con Auschwitz.
Jamás quise volver, ni pisar aquello, pero hace dos años y en el estado en que estoy acompañé a un grupo de jóvenes de la escuela ORT. Me hice una barrera mental porque ir allí implicaba estar en la tumba de los míos. Cuando entré y me paré en la rampa donde se detuvo el tren, vi la mirada de mi madre y me hice fuerte. Los chicos me contenían, me acariciaban. Necesitaba eso.
Muchas veces, cuando estaba en Birkenau, pensaba: ¿para qué vivo? ¿Por qué corrí junto a mi tía y no me fui junto a mi mamá? Me pregunto hasta hoy en día con culpa: ¿para qué luché tanto y no me morí, si me sacaron a todos los míos? Cuando doy testimonio, siento que quizás así tapo un poco el sentimiento de culpa que tengo encima. Con el tiempo, me dije: no sé por qué sobreviví, pero sí para qué: para contarlo”.
Por Hernán Dobry – Diario Perfil / Foto: Pablo Cuarterolo