Sucot es una de las fiestas del calendario hebreo que resultan más enigmáticas. Por un lado conmemora los 40 años de deambular después de la salida del Egipto faraónico, pero en las antípodas (del año solar) de Pesaj, siendo ambas celebraciones las únicas de una semana de duración. Junto con Shavuot (que rememora la recepción de la Torá, también durante la travesía del desierto), son las tres en las que el Israel antiguo se vaciaba, ya que todos peregrinaban al Templo en Jerusalén. Éste, el sitio más sagrado y único para el judaísmo, se ubicaba en el mismo exacto lugar donde hoy se encuentra la tristemente famosa Explanada de las Mezquitas, que algunos medios de comunicación se empeñan en destacar reiteradamente como el tercer sitio más sagrado del Islam, a pesar de que el nombre de la ciudad no aparece mencionado siquiera una vez en todo el Corán (en la Biblia judía, 850 veces) y de que nunca fue un lugar de peregrinaje para esta fe (como lo es, por ejemplo, La Meca).
Sucot culmina con el final y reinicio de las lecturas bíblicas del Pentateuco. Los últimos capítulos del Deuteronomio narran la muerte de Moisés, ordenado a ascender al monte Nebo para ver desde su cima la prometida tierra de Canaán a la que no podrá entrar, después de cuatro décadas de lidiar con una horda de esclavos dubitativos y transformarlos en un pueblo unido y decidido. Y en Sucot la tradición impone morar en un tabernáculo (una vivienda transitoria, como la vida misma) cuyo techo, de ramas de árboles o cañas, debe responder a la premisa de que desde su interior se puedan ver las estrellas. Como Moisés, sólo podemos entreverlas. Y una tercera visión ocurre en estas fechas y es la visita de siete huéspedes angelicales e invisibles (ushpizín en el término arameo con que se conocen) durante los siete días de morar en la cabaña: Abraham, Isaac, Jacob, José, Moisés, Aarón y David, que dibujan la senda desde la revelación monoteísta a la instauración del Templo, pasando por los avatares que constituyen la cosmogonía de nuestro pueblo.
El misterio de Sucot estriba, más allá de los rituales y tradiciones, más en lo que esconde que en lo que muestra, siendo la propia sucá una representación simbólica de un Templo que está en nuestras manos construir aún en el más árido de los desiertos, incluso sabiendo que físicamente no podremos alcanzar la meta (¿cómo, si no, explicar el valor de la descendencia y la familia?), conscientes de la presencia espiritual de los que nos precedieron y testigos de unas estrellas y cielos que siguen siendo el manto protector de nuestra existencia. Visto y no visto.
Jag Sucot Sameaj
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad
www.radiosefarad.com