Tan cierto como se escucha. Sucede que si alguien quisiera saber cómo es que fue dado a luz el sábado, debería haber estado presente en cualquier sinagoga del planeta durante la mañana de este último sábado presenciando su feliz parto. ¿Por qué?
Porque en la lectura de la Torá que hicimos atravesando los primeros capítulos del Génesis fuimos testigos de la aparición del único período temporal que no contamos en relación con ningún hecho de la naturaleza.
Leer más: Kehilá de Rosario: «Una muestra, millones de historias»
La palabra hebrea “shabat”, de donde obviamente proviene “sábado”, significa a la vez “cesar” (o “detenerse”, o “reposar”), así como el nombre propio del séptimo día –el único que tiene un nombre específico en la Torá– y también equivale a “semana”.
Ese tiempo especial que recibe por primera vez en la Biblia el atributo de algo “sagrado” será la base para denominar al resto de los días de la semana que aquel mismo día parió en torno a su distancia al propio “shabat”: el primero (luego, domingo), el segundo (más tarde, lunes), y así sucesivamente aunque haya hasta hoy diversas culturas que aún mantengan esa numeración ordinal para referirse a ellos.
En la tradición judía, el “shabat” corona cada semana al iniciarse al atardecer del viernes y prolongarse hasta el anochecer del sábado, teniendo como foco de su celebración el concepto de la creación divina y a la vez el eco de la liberación de la esclavitud egipcia, susurrando así, por un lado, la superación de la naturaleza y, además, la revalorización de un tiempo que no esté asociado ni a lo cíclico ni a la dependencia de lo productivo. Un tiempo sagrado que nos invita cada semana a cesar la casi irrefrenable sombra de lo que se repite para ingresar en la luz de aquello que nos trasciende.
Autor: Rabino Marcelo Polakoff
Fuente: La Voz