El Pueblo Judío tuvo en su historia dos momentos cruciales en los que pasó de la anomalía a la normalización.
Dos momentos con procesos similares de unión en su tierra, separados por tres mil años de diferencia, pero con un común denominador a ambos: el código de ética que los judíos se impusieron a sí mismos.
Estos momentos fueron la creación del Reino unificado de Israel y el logro del movimiento sionista, el Estado de Israel.
En el siglo XII antes de la era común, el Pueblo Judío no era denominado como tal, sino que eran los Hijos de Israel, ya que se trataba de los descendientes de Yakov el patriarca, quien cambió su nombre a Israel. La descendencia de sus 12 hijos los mantuvo organizados en forma tribal, y así se asentaron en la Tierra de Israel.
Según el Tanaj, esa estructura se mantuvo en Egipto, mientras deambulaban por el desierto y en la reorganización en la Tierra de Israel, consolidada en su máxima representación en la época de los jueces, surgidos cada uno de su tribu, gobernándola. Pero llegó el momento en que los Hijos de Israel querían un gobierno unificado, por lo que le solicitaron al Profeta Samuel, quien también era el último de los Jueces, tener un Rey “como todos los pueblos”.
Como un chico que quiere un juguete porque lo tienen sus amigos, el pueblo pidió un Rey. Sin rechazarlo, Samuel comprendió la situación de los pueblos circundantes y el deseo del suyo, entendiendo que la realidad es ineludible. Fue en ese momento cuando pronunció uno de los más maravillosos discursos de justicia social en la historia de la humanidad: el Mishpat Hamelej, producto de haber oído la voz del pueblo. Allí es donde les aclara los derechos y privilegios que podrá tener el Rey, tal como los otros pueblos, pero con la singularidad de que el pueblo no podrá sumirse al Rey. He aquí la sutil diferencia entre lo que no puede ser, Jefe de Estado, y la función que deberá ejercer, la de Primer Mandatario, ya que la realeza de los Hijos de Israel no surgió por mandato divino, sino por clamor popular, y quienes conforman al pueblo son los que delegan su mandato.
Bajo estos parámetros se erigió el primer gobierno judío unificado en su tierra.
Del mismo modo que el Reino Unificado de Israel se estableció a la luz del Mishpat Hamelej, el Estado de Israel se proclamó, y se autorreguló con una nueva y ejemplar carta magna: la Declaración de la Independencia.
Una vez que el Estado de Israel se independizó, y así el Pueblo Judío accedió de manera formal al concierto de las naciones, David Ben Gurión declaró la independencia el 5 de Iar de 5708 según el calendario hebreo (14 de mayo de 1948), pronunciando este documento que le da energía a Israel para ser el faro ético que logro ser. Tal como lo expresó Ben Gurión mejor que nadie: “No retornamos a la Tierra de Israel por el derecho de la fuerza, sino por la fuerza del derecho”.
La Declaración de la Independencia es un texto irrefutable e insustituible que avala al Estado de Israel. Esta contiene sucesos históricos, dejando en claro que “la tierra de Israel fue la cuna del pueblo judío. Aquí se forjó su identidad espiritual, religiosa y nacional. Aquí logró por primera vez su soberanía, creando valores culturales de significado nacional y universal, y legó al mundo el eterno Libro de los Libros”. También recalcando que a pesar de la lejanía física, el vínculo del pueblo con la tierra se mantuvo inalterable, ya que “luego de haber sido exiliado por la fuerza de su tierra, el pueblo le guardó fidelidad durante toda su dispersión y jamás cesó de orar y esperar su retorno a ella para la restauración de su libertad política”.
La justificación histórica, sumada al derecho natural de la autodeterminación del pueblo y al reconocimiento internacional, habilitan la existencia del Estado Judío. No obstante, la soberanía obtenida no encandiló a los fundadores del nuevo Estado en la patria ancestral. La Declaración de la Independencia le dio un carácter de estado judío y democrático, dos aspectos compatibles, como lo refleja la declaración: “El Estado de Israel permanecerá abierto a la inmigración judía y el crisol de las diásporas; promoverá el desarrollo del país para el beneficio de todos sus habitantes; estará basado en los principios de libertad, justicia y paz, a la luz de las enseñanzas de los profetas de Israel; asegurará la completa igualdad de derechos políticos y sociales a todos sus habitantes sin diferencia de credo, raza o sexo; garantizará libertad de culto, conciencia, idioma, educación y cultura; salvaguardará los Lugares Santos de todas las religiones; y será fiel a los principios de la Carta de las Naciones Unidas”.
Lo que es y lo que no, se delineó desde un primer momento, para que en el día tan ansiado, que ya llegó, tal como lo expresa una de las nuevas estrofas agregadas para los festejos de estos 70 años en la canción Aleluya, cuando “de un país pequeño y solitario, que era solo una leyenda nocturna y hacia ti retornamos desde todos los rincones del mundo”, pasó a ser un país pujante, innovador, independiente en recursos de todo tipo, tenga siempre presente su esencia, en la que lo judío y lo democrático tienen que ir siempre de la mano.
Y continúa Israel, en ese desafío dual, y posible, de ser un país como cualquier otro, y a su vez, una luz para los pueblos.
¡Shaná Tová Umetuká!
Alejandro Mellincovsky
Director para Países de Habla Hispana de Idud Aliá en la Organización Sionista Mundial