Sucedió hace ya varios años. Pero es una historia y una imagen imposible de olvidar.
La Embajada de Alemania había organizado un viaje por varias ciudades del país europeo para un grupo de rabinos de la Argentina. El objetivo era básicamente que conociéramos, como referentes de la comunidad judía, las diferentes acciones que había llevado adelante Alemania a modo de reparación, luego del genocidio judío perpetrado en la Shoá en la Segunda Guerra Mundial.
Visitamos museos, monumentos, campos de concentración junto a algunas autoridades del país. Pero una tarde del viaje, quedó grabada en mi memoria para siempre. Habíamos quedado después de las visitas programadas con uno de los organizadores del viaje, miembro del consulado alemán, en ir a tomar una cerveza a un típico lugar de Berlín. Recuerdo cada detalle, un predio inmenso al aire libre, repleto de gente esparcida en varias mesas y hasta el color de la cerveza que habíamos pedido. En la charla el hombre me reveló lo importante que era para él en lo personal ser parte de la organización de ese viaje. Fue entonces que en una mezcla de emoción y angustia confesó que su abuelo había sido parte de las juventudes hitlerianas hasta convertirse en miembro del Partido Nazi en Alemania.
Un silencio sin títulos se apoderó de esa mesa. Recuerdo la manera en que agarré la jarra de cerveza en mis manos. Allí estaban sentados dos hombres, el nieto de un verdugo y el bisnieto de un condenado. Mi bisabuelo Bernardo zl’ fue asesinado en la Shoá dentro de su sinagoga. Sentados a la mesa, con una cerveza en la mano un par de generaciones después del aniquilamiento sistemático de una nación, el nieto del asesino y el bisnieto del exterminado.
A la vez, a mí tampoco me habían insultado, ni humillado, ni perseguido. No me tiraron a un tren como ganado, ni me acinaron en un Gueto, ni me gasearon ni me asesinaron por judío en esa tierra lejana. Pero algo era diferente. Yo sí sentía que me lo habían hecho a mí. Esa historia, esa tragedia, no sé cómo explicarlo, pero me pasó a mi.
No fueron historias que le pasaron a otras personas en un país a un océano de distancia. Todo eso que pasó, me pasó a mí. Todo. Lo dramático y lo milagroso. Lo inenarrable y lo maravilloso. La Shoá y la tragedia más grande, y la Creación del Estado de Israel y su épica inimaginable. Todo eso me pasó a mí. No pasó hace mucho, lejos, a otros. Yo me siento el resumen de lo que pasó. La síntesis. De la catástrofe y la belleza. Del calvario y de lo legendario. De la miseria y de la victoria.
Me veía sentado en esa mesa, en un silencio que me interpelaba.
Y no sólo me pasaba a mí todo aquello que pasó el siglo pasado, sino que lo estaba volviendo a vivir ahora, en este tiempo.
En Alemania también comenzaron acosando a judíos por las calles. Insultando, escupiendo y estigmatizando a los estudiantes y profesores judíos en las universidades. Nos preguntamos: ¿cómo va a suceder algo así en Columbia, en Nueva York? Toda la historia vuelve a cobrar vida, porque también Berlín era la cuna de la intelectualidad, la educación y la cultura occidental de la época.
En la Shoá insultaban en las radios, en los periódicos y con grafitis en las casas y negocios judíos tildándolos de ratas y parásitos. Hoy sucede en las redes, infectadas de mensajes cargados de violencia y furia antisemita constante. La jóven cantante israelí Eden Golan, tiene sólo 20 años y una voz maravillosa. Acaba de llegar a la final de Eurovisión. Una turba enardecida intenta lincharla públicamente en cada uno de sus traslados en el Festival. Debe ir custodiada por cientos de policías. Eden sólo canta canciones.
Eso hace. Canta. Si una cantante palestina o musulmana llegara a una final de la canción con su kefíe, jamás, jamás veríamos miles de judíos o no judíos intentando apedrearla por las calles. Simplemente, jamás.
En la Europa de la Segunda Guerra acusaban al judio de ser un paria, de ser un pueblo sin tierra y sin fidelidad a ninguna nación. Hoy que ya no es un paria y que tiene su tierra tampoco alcanza. El virus del antisemitismo muta según su conveniencia atado al discurso que le convenga de acuerdo a la época. Es el pueblo más pequeño del mundo. Los judíos somos apenas el 0,2% de la población del mundo, y su minúsculo Estado, parece seguir siendo el mayor problema de los 8.000 millones de habitantes del planeta.
Por todo esto, en aquél tiempo fuimos llevados como ovejas al matadero de Auschwitz.
La diferencia es que esta vez no. Esta vez no va a suceder. Esta vez, estamos presentando batalla.
Inspirados en el heroísmo eterno de Anilevich y los héroes del Gueto de Varsovia.
Me veo sentado a la mesa con el nieto del oficial nazi, y miro sus manos sujetando la jarra de cerveza. También tiemblan como las mías. Y me digo a mí mismo, que aún habiendo sufrido el asesinato de la tercera parte de mi pueblo, aún habiendo sido tratados como inhumanos durante tantos siglos, yo estaba tan orgulloso de pertenecer a ese pueblo. Orgulloso del lugar en la historia que le tocaba a mi pueblo.Orgulloso de ese lugar, en esa mesa, esa tarde.
Hoy la pregunta vuelve y sacude. A todos.
¿De qué lado de la historia vas a estar?
¿De qué lado?
Del lado de las autocracias como la de Hamás, o de las democracias como Israel.
Del lado del terrorismo, o los valores de occidente.
Del lado de Hamás, un grupo de encapuchados que mediante un golpe de estado someten a la población palestina hace añares, o de la única democracia enclavada en el corazón de Medio Oriente.
Del lado de los que gritan en sus manifestaciones que tienen sed de sangre judía, o de los que lloramos con cada pérdida. Con cada vida. Cada vida judía y cada vida palestina.
Del lado de los que salieron el 7 de Octubre a asesinar, violar y descuartizar a todo civil que encontraron en su casa, o del lado de los que dan todo por ir a buscar a su gente aún secuestrada.
Del lado de los terroristas que se escudan detrás de sus civiles, o de los que ponen a su ejército para defenderlos.
Del lado de los fanáticos religiosos que gobiernan Gaza que no respetan los derechos de las mujeres, de los homosexuales o de cualquier minoría religiosa, o del lado de los que construyen como Israel, una sociedad diversa, igualitaria y libre.
Del lado de los que usan hospitales como centros de operaciones y lanzamiento de misiles, o de los que reciben en sus hospitales a cualquier herido. Porque en los mejores hospitales de Israel se atiende a cualquiera. Cualquiera. Sea judío o musulmán. Israelí o pelistino. Víctima o terrorista.
Del lado de los que callan, o los que dicen y se la juegan.
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De los que miran a un costado, se llaman neutrales y siguen a la masa desde la ignorancia, o del lado de los que llamamos a la coherencia y la lucha contra el terror.
Del lado de los que quieren pasar como políticamente correctos, o de los que convencidos luchan por la verdad.
Del lado de los que gritan y exigen la eliminación de un país y un pueblo entero “del río hasta el mar”, o del lado de los que rezamos cada día por un mundo en donde cada ser humano y cada nación pueda vivir y convivir en paz.
Veo la imagen de los dos hombres tomando esa cerveza y me pregunto, ¿cuánto tiempo dura el odio? ¿Hasta cuándo? ¿Cuánto hay que esperar para sentarse en una misma mesa?
Pero como sé de qué lado de la mesa estoy, de qué lado de la historia me enorgullece estar, es que no sólo me lo pregunto. No sólo sueño y aspiro. Sino que me comprometo a predicar y trabajar para que, si no llegamos a verlo nosotros en este tiempo, sí lo puedan vivir nuestros hijos.
Que pronto puedan sentarse nuestros hijos a una mesa, a tomar una cerveza, con los hijos de los que hoy ni siquiera quieren acercar su silla.
Que la convicción de estar del lado de la historia de los valores más altos de Occidente, pronto nos encuentre en ese nivel de humanidad, en donde judios y musulmanes, israelíes y árabes, religiosos y laicos, oriente y occidente, todos los pueblos sin distinción, nos sentemos a tomar una cerveza en paz.
Vía Infobae