La islamofobia está expuesta en el desprecio a los musulmanes en Europa y en otras zonas del mundo, más su marginalidad y maltrato originado en el temor por sus actos y sus costumbres y movimientos. Algunos la conocen como «la religión de la espada», pues consideran que desde su surgimiento salieron a conquistar el mundo. Y encerrados ahora los europeos en el prejuicio, los catalogan a todos de terroristas y asesinos. Así parecería que es tan duro ser musulmán ahora como lo fue ser judío en los años treinta del siglo pasado, antes y durante la Segunda Guerra Mundial. No con la saña de entonces, pero sí con parecidos sorprendentes en el trato que las sociedades les dispensan.
El cine, los diarios y las series televisivas no han ayudado a entender qué es en definitiva el islam en sus distintas variantes y posturas. Definitivamente, los demonizaron.
En primer lugar, hay muchos credos y comportamientos dentro del mundo musulmán. Un ejemplo contemporáneo es el enfrentamiento entre sunnitas y chiitas y de los dos con Arabia Saudita y de todos juntos contra los sufíes, que son los místicos profundos y permanentes pacifistas desde hace siglos. Sumando la creación asesina del califato en el norte de Siria e Irak. Además, en cada región del mundo donde predominó la religión musulmana consideran que son ellos, sus habitantes, los «auténticos» los poseedores de la verdad. Los «otros» no comprenden.
El islamismo es la más joven de las religiones monoteístas y sumergirse en su interior permite saber que Jesús y muchos profetas judíos son sus propios profetas. Mahoma desplegó, con sus discípulos, unas muy interesantes enseñanzas para la vida, la limpieza y el respeto a Dios, más la sobrevivencia en los desiertos y en las zonas más inhóspitas. Y, por sobre todo, la cultura del agua, la estética arquitectónica y el respeto a la vida respetuosa de El Corán.
Lanzados a privilegiar su religión por sobre otras, invadieron desde el siglo VII gran parte de un inmenso territorio, en el este y el oeste del Mediterráneo. Todo ese mare nostrum fue ocupado a lo largo de ocho siglos, un dominio mantenido a sangre y fuego frente a otros que también respondían con lo mismo. Llegaron hasta los Pirineos y se instalaron en España, especialmente en el sur, donde convivieron con cristianos y judíos. Basta visitar lo que quedó de ellos en la península ibérica para presenciar bellezas y amor a la naturaleza.
Rechazaron las cruzadas. Y fueron víctimas de ellas. Cuando salió la primera en el siglo XI de Santiago de Compostela, en Galicia, eran unos pocos que fueron aumentando en número y asesinando a todo infiel que encontraron. Cuando llegaron a Constantinopla superaban el millón de personas. Pese a todo, los cruzados no lograron su objetivo. No en vano el amuleto para la buena suerte y el rechazo a todos los males que se vende en el mundo árabe. Es el ojo. El color de ese ojo es celeste. No hay, en general, árabes de ojos celestes. Los cruzados sí los tenían.
Tres momentos históricos sobresalen para los musulmanes en el siglo XX, antes y después de importantes inmigraciones de su población a América Latina y a Asia. Una es la Primera Guerra Mundial, cuando los turcos, aliados con los alemanes y el Imperio austrohúngaro contra los aliados occidentales y Rusia, trataron de que las tribus en todo el inmenso territorio con capital en Constantinopla/Estambul colaboraran, armadas, en un levantamiento contra el enemigo. Alemania confiaba en esa rebelión especialmente contra los ingleses, que practicaban la guerra, junto con los soldados de sus colonias desde Egipto y el Mediterráneo. No pudo ser. En ese momento se destacó el ataque de los árabes del desierto a los turcos en un flanco dirigido por legendario Thomas E. Lawrence.
El Imperio turco se desintegró. Y los gobiernos de Inglaterra y Francia se lo repartieron, fracturándolo, creando nuevas naciones teóricamente independientes; por ejemplo, Arabia Saudita, Jordania, Siria (incluía Líbano) e Irak, entre otras. Cada potencia se quedó con el petróleo (Londres en sociedad con Washington) o con sus otras riquezas. Inglaterra formó los ejércitos de cada uno de esos países, con sus correspondientes tácticas de guerra.
El segundo episodio fue la Independencia alcanzada por la India en 1948 de manos del imperio inglés (muy debilitado después de las dos guerras mundiales). El gran Gandhi no pudo sellar la conciliación entre los musulmanes de su país y los de otras religiones, especialmente los hindúes. Así fue como hubo que ceder el amplio territorio del noroeste a las inmensas multitudes musulmanas que llegaban del sur. Entonces emergió lo que hoy es Pakistán, que en los años de la Guerra Fría siempre mantuvo buenas relaciones con Occidente a diferencia de la India, que prefirió apoyarse en la ex Unión Soviética.
El tercer momento fue el nacimiento, en 1948, del Estado de Israel en la Palestina ocupada por Inglaterra, una promesa que venía de comienzos de siglo. Había ya colonias judías asentadas en esa región desde fines del siglo anterior y fue un formidable refugio para los cientos de miles sobrevivientes del Holocausto. Pero el primer día de su existencia la mayoría de los países árabes cayó a destruir lo que recién nacía. Fracasaron. Desde entonces hay tirantez y hubo guerras entre un bando y otro. Los palestinos guardaron un permanente resentimiento, donde no primó el diálogo sino el odio y la venganza. La guerrilla árabe hostigó a Israel constantemente y éste devolvió la violencia con igual o más violencia.
La miseria y las carencias elementales movilizaron a las poblaciones árabes a buscar protección en la Europa rica. Los que llegaron al Viejo Continente en tiempos de buen pasar pudieron afincarse sin demasiadas resistencias. La islamofobia es de los días que estamos viviendo. Que se multiplica a diario. De allí los llamados del papa a la conciliación y el entendimiento. Y el respaldo que le da al diálogo interreligioso para que aquellas batallas no se repitan en Latinoamérica, por ejemplo.