Jánuca y las nueve velas de fe y esperanza. Por Martha Wolff

Encender una vela es de por sí una acción que encierra un gran sentimiento. Es un gesto, un ritual, un juramento, un recuerdo, un pensamiento o por un deseo.

Encender una vela es de por sí un ritual con un pedido silencioso pero iluminado de algo o de alguien que está o ya no está.

Encender una vela es de por sí bajar de la condición humana. Para sentirse pequeño ante la grandeza de lo inasible y misterioso de la vida.

Encender una vela en soledad es estar acompañada de un alma siempre presente. De una situación que permanece a nuestro lado o de un pedido a cumplirse.

Encender velas en lugares religiosos habla de diálogos mudos con los dioses de sus creencias.

Encenderlas  en los candelabros de mesas para alumbrar encuentros da un halo de intimidad y belleza.

Encender velas en la arena al anochecer es invocar a los cielos y a los mares que eleven una pequeña luz al infinito de  los que ya no están, de vivos que nos habitan  de amores contrariados o hallados.

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Pero encender las velas de Jánuca es un homenaje a la Libertad, al agradecimiento de haber vencido a la profanación de una identidad, de haber sido un poco de aceite algo así como David contra Goliat, de creer en los milagros, de luchar contra la oscuridad de los dominantes para romper cadenas y usurpaciones.

Jánuca  es poner velas en las ventanas que dibujan con sus hilos de fuego en el espacio las voces de los partisanos del Gueto de Varsovia diciendo: ¡Aquí estamos!

También, Jánuca es tener tantos brazos como hagan falta para sostener el templo espiritual que nunca será vencido.

Jánuca es en la escala de las batallas por ser judíos la imagen inolvidable de nuestros macabeos inolvidables e imitables por siglos hasta haber recuperado la tierra de Israel faro que nunca dejó de iluminarnos.

Martha Wolff

Periodista-Escritora