La libreta de tapa hule tiene vigencia. Por Martha Wolff

La libreta de tapa hule tiene vigencia. Por Martha Wolff
La libreta de tapa hule tiene vigencia. Por Martha Wolff

Me crié en el almacén de mis abuelos paternos. Quedaba en Villarroel y Juan B. Justo a una cuadra de Corrientes, pleno Villa Crespo. Lo había alquilado mi padre porque tenía un local adelante y  vivienda trasera. Él había llegado solo al país siendo un adolescente, huyendo de los pogromos y trabajando duro pudo traer luego parte de su familia desde Ucrania.

En el local abrieron un almacén que se inundaba cuando crecía el Arroyo Maldonado. Recuerdo cuando mis padres con nosotros, sus hijos, aprovisionados con botitas de goma, tomábamos el tranvía e íbamos  a ayudar a sacar el agua. Y también cuando todo se normalizaba jugábamos a atender a los clientes. A mí me gustaba cortar la montaña de turrón de maní dulce con el nombre de jalvá, sacar el azúcar con las palas de metal de las alacenas porque se vendía por gramos, poner la mercadería en las bolsas de papel madera y hacer girar la rueda de la máquina de cortar fiambre. Todavía tengo impregnado el olor de los pepinos en salmuera, del bursht y el kerosene que se vendía fraccionado. Recuerdo las damajuanas de vidrio verde con trenzado de paja con el embudo de hojalata para llenarla. No faltó el perfume del pescado ahumado que envolvíamos en papel de estraza.

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Recuerdo que a veces nos dejaban a mi hermano y a mí bajar por una escalera para ir al depósito que era para nosotros una aventura. Oscuro y misterioso nos hacíamos fantasías y jugábamos con los gatos que servían para espantar las ratas. 

Cuando estaba por llegar el Shabat, se filtraba en el negocio el aroma de la comida de mi bobe, que venía de la trastienda. Allí estaba ella pequeña de estatura, con su pollera larga, su delantal, su chal sobre la espalda avivando con su abanico de paja el fuego en la cocina a carbón, combustible con el que también calentaba la plancha. Sobre la mesa ponía el único mantel bordado que había traído de Europa y el samovar que esperaba la ronda del té con kemishbroit.  Mientras ella preparaba la comida el zeide, ya estaba preparando su altar sobre la  heladera de madera para rezar. 

Yo me sentía importante detrás del mostrador y ayudaba con el idioma cuando no entendían mis tías algo que se les pedía. Ellas hablaban ese castellano con acento ruso que volví a escuchar con los que se dispersaron por el mundo después que cayó la Cortina de Hierro. Porque esa despensa tenía una clientela mezcla de vecinos judíos y gentiles, gente del barrio que tenía su libreta negra de hule adonde ellas anotaban lo que compraban a crédito. Y era ahí donde los nietos, que íbamos a la escuela y hablábamos castellano, éramos el orgullo de abuelos y tías. Esa libreta quedó muy grabada en mi mente porque era el muestrario de cómo se compraba por unidad ante las crisis que hoy tiene vigencia por la situación económica. 

Así el ingenio de las mujeres inmigrantes hizo milagros y manjares con pocos recursos. Mi mamá con un pollo hacía puchero, el gergale relleno, con lo que sobraba de la verdura hervida croquetas, con la grasa gribalaj, con los huesitos  jolodetz y el resto lo ponía en la ensalada.

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Ese ahorro e ingenio para salir adelante hizo que generaciones de descendientes de inmigrantes supieran con esfuerzo y la cultura recibida mirar hacia el futuro. Era la educación del trabajo, el ejemplo y el soñar con llegar a tener lo mejor. 

Este es un retrato de palabras de mi pasado de nieta de inmigrantes que habiendo sido humildes fueron muy ricos. 

Por Martha Wolff

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