El pasado siempre deja sus marcas. Algunas están a simple vista y otras, como cicatrices imperceptibles, no molestan hasta que uno las roza con el dedo. Eso es lo que le sucedió a la periodista argentina Giselle Krüger cuando quiso buscar una solución para el desesperante insomnio de Alina, su hija con el conductor de América TV Rolando Graña.
“Cuando vos eras chica, ¿dormías bien?”, le preguntaron a Krüger en una terapia de constelaciones familiares a la que había acudido por respuestas. Así, la periodista y productora televisiva empezó a tirar del hilo de una oscura historia familiar hasta reconstruir con nitidez un pasado aterrador: las noches enteras que pasaba en vela, aterrada, alerta y preparada para defenderse de un hombre que vivía en su casa y podría matarla.
Ese hombre, según cuenta en su primer libro, Malasangre, era su abuelo: un hombre violento que simpatizaba con los nazis y que murió guardando un secreto que se convertirá, para la autora, en la sombra densa de una gran sospecha. “Detrás de esos ojos me observaba el diablo”, recuerda Krüger.
La periodista contó que «Marcelo García, un colega que colaboró con mi investigación, me presentó una fuente infalible: Pedro Filipuzzi, un destacado investigador de nazis que luego de ver la foto y escuchar el nombre del abuelo, expresó que creía haberlo conocido. Sin que alcanzara a preguntarle nada, dijo que la persona que el conoció, había trabajado en la mesa de dinero del Banco Germánico de Américas del Sud, un famoso banco usado por empresas como IG Farben (proveedora del gas utilizado en el exterminio) para triangular dinero expoliado a los judíos cuyo expediente está en curso. El cerebro de ese hallazgo fue este señor. Pedro aclaró: ‘Tuvo que haberse jubilado para marzo o abril del año 1985’. ANSES confirma ese dato: mi abuelo se jubiló el 26/03/1985 bajo la categoría 703 (comisionistas, corredores y cobradores)».
“’Era corredor de bolsa, sí, y admiraba a Hitler’ dijo mi padre, y contó que una vez, al toparse con un judío que estornudó frente a él, el abuelo al regresar tiró la ropa a la basura. ‘Y no quiso afiliarse a un centro médico cuando vio la cartilla, se fue enfurecido, argumentando que era una sinagoga.’. Luego agregó: ‘Tu abuelo odiaba a los judíos y extranjeros, pero nunca supe de dónde venía tal repulsión’. En My heritage descubrí un árbol genealógico. En Facebook, hallé al creador y biógrafo de la familia: Carlos Krüger. Eran parientes lejanos. Tras demostrarle que nos unía la misma sangre, reveló que atesoraba un manuscrito de mi tatarabuela. Era un pequeño diario íntimo con proverbios alemanes donde ella escribía acontecimientos familiares, por ejemplo, el nacimiento de mi abuelo. Conectándome con ese linaje tan fuerte que me llevó hasta allí, encontré un dato alarmante. El día que murió mi bisabuelo, una anotación reza: ‘Pobre mi hijo, descansá en paz. Tu mamá te perdona todo’. El dolor de una madre me interpelaba a través de varias generaciones. Y es que no somos de una sola pieza: la familia del abuelo tenía a su vez, sus propios misterios. La publicación de mi tatarabuela dejaba una huella de algo que jamás se iba a saber. Nada borra los rastros mejor que los años», manifestó.
Malasangre, editado por Plaza & Janes, es una valiente investigación en la intimidad del seno familiar que no teme sacar a la luz los secretos más espeluznantes. Con un vertiginoso ritmo de novela de misterio, pero sin un ápice de ficción, este libro mezcla los avatares de la maternidad con un estremecedor villano real para demostrar que la familia, ese refugio en el que deberíamos sentirnos a salvo, puede ser un lugar aterrador.
Así empieza “Malasangre”
Desearía adjudicarme al villano de esta historia. Presumirlo como una obra majestuosa. Suscribir su maldad al arte, a lo terrible y monstruoso que solo logra la ficción. Reducirlo a un personaje construido por ideas retorcidas que sobrevolaron mi cabeza. ¿Para qué?
El villano existió; el apellido no se puede cambiar. Cada familia cosecha su fábula. Yo todavía cultivo detalles fijados en la memoria: la voz de sus enojos en un alemán perfecto, el olor a vino caliente flotando por la casa, el sonido del interruptor cuando me apagaba la luz. La disciplina en su mirada. Detrás de esos ojos me observaba el diablo. Y del miedo no podía dormir. Reprimía lo que más temía para que no me devorara.
Pero hoy no duerme mi bebé.
El desvelo se repite como un síntoma maldito, la sombra de una condena heredada. Hasta que un día, alguien asocia la imposibilidad de dormir de ella a ese miedo que yo sufría. Y esa conexión se convierte en un portal hacia el pasado.
Enfrento los ojos que antes me aterraban. Les hago preguntas. Ser mamá implica desafiar fantasmas. Algunas veces, exponerlos. Pero insisto.
Que quede claro: él no fue un personaje. Aunque podría haberlo sido.
Uno
Esta madrugada podría morir y mentiría si dijera que no estoy aterrada, reposar en una camilla de quirófano es la forma más estúpida de servirse en bandeja a la muerte. Una luz que encandila, dos opciones: esperar que oscurezca para siempre o confiarme al famoso túnel blanco.
Con gran parte del cuerpo domado por la anestesia examino detalles para atrapar pedazos de realidad. Pero es inútil. Aunque pretenda atesorar cada pieza de esta experiencia, los momentos se escapan entre mis dedos como un jabón mojado. Un médico con cara de dormido entierra sus dos manos en mi panza. Repite siempre los mismos pasos: escarba y tironea con una fuerza capaz de arrancarme el alma. Quizás esté luchando contra el tiempo. A mi derecha, las agujas del reloj también persiguen lo inalcanzable. Todos quieren apurar este nacimiento que aún adeuda cuatro semanas de gestación.
Después de varios intentos, el mismo médico extrae al bebé como si fuera un carozo. En una ofrenda improvisada eleva a la criatura desde los pies y la cabeza, y alcanzo a oírle algo parecido a: “Te presento a tu hijita”, pero es lo último que comprendo. De repente no distingo bien qué pasa, es como si todas las emociones se me subieran a la cabeza. Creo que me voy a apagar. Me voy a negro.
Antes de entregarme por completo al precipicio, la enfermera —que hace minutos me frotaba alcohol por la panza— se acomoda a un lateral de la camilla. Calza fuerte mi mano con tra la suya y la aprieta, como si estuviésemos jugando una pulseada. Envuelve además mi puño con su otra mano, entre sus dedos calibra el peso de la resistencia. Pero estas manos que sostienen mi presente enseguida se abren para soltarme, y caigo sobre una llamarada de fuego: la vida me lanza hacia una esfera que exige reacción.
Escucho voces con eco y quizás todas estén hablándome. Creo que tratan de ubicarme, aunque no puedo captar lo que dicen, es como si los cables del cerebro se me hubieran desconectado. Yo también tengo cosas para decir, pero las palabras no salen, o tal vez nadie me escuche porque mi voz se evapora junto al alcohol que recién me humedecía la piel.
Registro por partes. Una realidad absurda y contaminada. Todo es un gran rompecabezas en el que unas figuras se distinguen mejor que otras. Veo fragmentarse la silueta de mi marido al ritmo que la carita violeta de mi hija va acercándose a la mía. Yo estoy boca arriba y ella igual, pero al revés, y frotamos nuestras mejillas con extrema delicadeza, como si supiéramos lo que hacemos, como si nos conociéramos de tiempos inmemoriales.
El contacto con su cachete calentito y pegajoso se convierte en una hipnosis que me vacía por dentro. Otra vez el desconcierto. Floto. Parece que no tengo más órganos, ni huesos, ni sangre. Avanzo. Gano velocidad. Vuelo. Hasta que aparece un muro. Sé que voy a estrellarme y que el viaje llegará a su fin: una realidad va a impactar de lleno contra este cuerpo que llevo de prestado. El detalle siniestro que devuelve los órganos a su lugar cuando noto el estómago retorcerse igual que un trapo de piso es que mi niña no llora. Me habían contado varias veces que un bebé al nacer grita lo que su madre no puede. Creí que mi voz aparecería a través de su llanto. El cielo también se precipita a su destino y descarga sobre la tierra un diluvio universal. Afuera parece llorar lo que nosotras callamos.
Balanceo la cabeza como un péndulo para adivinar dónde está mi hijita. Tantas veces juré consolarla y ahora solo quiero escucharla llorar. Un paño sanitario verde bloquea gran parte de lo que sucede al otro lado. Así son las cesáreas, no podés ver qué pasa con el resto de tu cuerpo en el momento más importante de tu vida. Entonces, miro fijo el techo, me concentro en la luz blanca y comienzo la letanía. Le pido, le rezo, le suplico: un mínimo lloriqueo sería suficiente para convocar al arco iris.
Distintas bocas estampan besos en mi frente en un adiós fugaz pero sentido y se llevan a mi bebé sin decirme adónde, mientras una daga que circula entre la mandíbula y el ester nón dibuja un eclipse de fatalidad que rechazo convertir en premonición.
Desearía levantarme de esta camilla en la que estoy entregada (literalmente abierta a la mitad) para abrazarla y decirle que todo estará bien. Pero recuerdo que no tengo voz. La desesperación y la voluntad son dos asuntos que no siempre van de la mano. La anestesia reprime sin piedad el impulso de correr a buscarla, de la panza para abajo tengo el cuerpo dormido.
Mis piernas se convirtieron en dos extremidades inútiles, en la continuidad de un cuerpo que ya no me pertenece. Una certeza profética se revela junto a esa metáfora: mi cuerpo ya no es mío. Morir y renacer. De eso se trata.
Eins
No me llevó demasiado tiempo descubrir que en casa del abuelo sucedían cosas extrañas. En todas las habitaciones —amplias y silenciosas— se sentía una presencia aun que estuvieran vacías. “Sos muy fantasiosa”, decía siempre mamá. Por eso, cada vez que yo pensaba en los espíritus, repetía para mis adentros que seguro serían producto de mi imaginación.
Papá invocaba seguido personas que nosotros no conocíamos: Dorita, Pepi, Pola. Aunque a mis hermanos no les importaban mucho, yo me los inventaba, les ponía una cara y los vestía. Los imaginaba interactuando en la casa a cada uno con su voz, pero, cuando descubrí que estaban muertos, enseguida los enterré en mi cabeza y lamenté toda oportunidad de conocerlos.
Papá hablaba de ellos con nostalgia: de la chocolatada que le hacía Pola cuando volvía del trabajo. Que Pepi (su abuelo del corazón) se había carajeado con nuestro abuelo y de un portazo se había ido. Que nuestra habitación antes había sido suya, donde él dormía con su mamá, Dorita. Papá repetía y repetía esas historias como para no olvidárselas. Cuando terminaba la anécdota, le preguntaba a mamá: “Vos te acordás de ellos, ¿no?”. Y ella le sonreía con pena, con cara de no estar segura de si lo sabía porque lo recordaba o porque se lo había aprendido como yo, de tantas veces que lo escuchó contarlo.
Cada habitación de la casa había sido un escenario para esos personajes que parecían salidos de un cuento. Los rincones escondían secretos que mi cabeza apenas podía imaginar. Las paredes, testigos absolutas de mis bisabuelos vivos, de cada secreto y cada detalle. En cambio, yo, al único que conocí en carne y hueso, fue precisamente al hijo de ellos: mi abuelo; sin embargo, debo admitir que en realidad nunca supe bien quién era.
Mi abuelo estaba acostumbrado a estar solo. La paz reinaba en su vida hasta que nos mudamos a su casa. Fue en el verano de 1990, mi mamá hablaba de inflación y compraba leche: cartones y cartones; alacenas repletas que llenarían también la casa del abuelo. Cuando llegamos a nuestro nuevo hogar, la puerta de abajo estaba abierta y subí los dos pisos por escalera casi sin tocar el suelo.
—¡No te sueltes de la baranda! —gritó papá a mis espaldas mientras hacía equilibrio abrazado a una pecera con cuatro pececitos naranjas.
Tres escalones antes de llegar al pasillo de entrada, levanté la cabeza y lo vi por primera vez: fue como mirar al sol. Mi abuelo era pelado igual que mi papá, pero tenía unos ojos grandes y verdes como nadie en mi familia. Nos observaba serio y con las manos escondidas en la espalda. Subí los escalones que quedaban con el corazón un poquito roto.
—¿Cómo andás, viejo? —preguntó papá, apurado por entrar primero. El abuelo le devolvió el saludo con una falsa sonrisa, y yo aproveché la pecera para escabullirme sin saludarlo.
Mientras mis hermanos y mi mamá subían y descargaban cajas, corrí al living a tirarme sobre un sillón de cuatro cuerpos que en algún momento habría sido dorado, pero antes me descalcé parada y froté mis pies sobre una alfombra roja que parecía recién puesta. La sensación de la piel sobre el terciopelo hizo que me sintiera acariciada por el piso. Por un instante pensé que el abuelo la había mandado a colocar para nosotros, pero cuando escuché el tono de su voz entendí que no era el caso: nadie le pone una alfombra roja a quien no es bienvenido; y nosotros, por cierto, no lo éramos.
Con tono de fastidio el abuelo dijo:
—¡Gustavo! ¿Te falta mucho?…
Mi papá, el abuelo y mi hermano mayor se llamaban igual. Aunque suene extraño mis padres confiaban demasiado en el poder de las iniciales y a los cuatro nos pusieron nombres con G: Gustavo, Gilson, Giselle y Glenda. Ellos eran Gloria y Gustavo. Un código. Un detalle de color sobre la portabilidad de los nombres, como si bautizar a un hijo igual que su padre o abuelo garantizara cierta dinastía. Algo demasiado paradójico en este caso. Igual que las cosas que estaban a punto de suceder.
Quién es Giselle Krüger
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1985.
♦ Es periodista y productora de televisión en América TV y A24.
♦ Está casada con el periodista Rolando Graña, con quien tiene una hija.
♦ Malasangre es su primer libro.
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