Hebrón, el lugar donde los acuerdos de paz se vuelven utopía

HEBRÓN.- A escasos treinta kilómetros de Jerusalén, ciudad sagrada para las tres religiones monoteístas, y a cien de las paradisíacas playas de Tel Aviv, israelíes y palestinos pelean día a día, noche a noche y centímetro a centímetro por esta ciudad a la que consideran suya.

En esta tierra montañosa y polvorienta donde el tiempo parece haberse detenido, y a pesar de los acuerdos de paz que dividen la ciudad de manera precisa y concreta, los esfuerzos por lograr un mínimo entendimiento parecen más inútiles que en cualquier otro sitio del territorio que disputan Israel y la Autoridad Palestina.

La ciudad de Hebrón, de 4000 años de historia y que alberga la tumba de los patriarcas bíblicos, es también una zona donde el fundamentalismo religioso parece ser amo y señor, donde la sangre derramada divide generaciones, donde la historia es campo de batalla entre dos posiciones poco menos que irreductibles.

Con sólo abandonar la ruta y asomarse al intimidante paisaje -retenes del ejército israelí, alambres de púa, sitios sagrados divididos en dos con escasa sutileza, casas derruidas casi pegadas a renovadas construcciones- puede percibirse el odio en su estado más puro. La mayoría de los pobladores israelíes, que afirman tener la historia de su lado, justifican la vigilancia extrema, el ejército en las calles y las limitaciones a la movilidad de los palestinos en «razones de seguridad» para los 900 judíos ortodoxos que viven rodeados de más de 160.000 árabes palestinos.

Los palestinos, que culpan a Israel de todos sus males, relativizan casi en su totalidad la política de terror violento desarrollada por grupos propios, tanto en el pasado como en el presente, e insisten en que Hebrón (cuya raíz hebrea remite a la palabra «amigo») es parte del Estado palestino y así será por siempre.

¿Cómo arribar a un punto mínimo de acuerdo? La organización Jerusalem Peacemakers, fundada en 2011 y cuyo lema es «por la paz y la reconciliación», tuvo una idea: organizar tours a la ciudad, en los que turistas y curiosos puedan oír «las dos campanas» del conflicto y sacar sus conclusiones.

Adam, un judío ultraortodoxo llegado hace 15 años desde un suburbio de Texas, y Leena, palestina con título universitario y habitante de esta ciudad, son los encargados de contar el cuento desde perspectivas opuestas. Coinciden, eso sí, en criticar a sus respectivos gobiernos, aunque la mirada hacia el futuro los encuentra entre el escepticismo y el pesimismo más oscuro.

EL LADO PALESTINO:

El viaje comienza en un autobús de línea provisto de gruesos vidrios antibalas que sale desde la estación de ómnibus de Jerusalén. Soldados con sus armas reglamentarias, jóvenes religiosas judías con polleras largas y señoras repasando el libro de Salmos acompañan a Adam y su delegación durante las casi dos horas de viaje. El joven, con sombrero color militar, barba hasta el pecho y las tzitit (filacterias) debajo de su camisa, deja al grupo en un control militar, a centímetros de la Shohata, sede de violentos enfrentamientos entre israelíes y palestinos, que terminaron con el cierre de la calle.

«Ellos pueden entrar y salir, nosotros no», dice Leena con sonrisa y en un inglés básico. Desde la calle semidesierta, pegada al barrio judío, hasta el centro comercial de Hebrón hay una garita con soldados israelíes que vigila y controla el paso. «Cuidado con las piedras», advierte uno de los oficiales, segundos antes de que tres chicos palestinos de no más de trece años corrieran hasta perderse en la multitud luego de descargar su furia sobre el retén.

Caminar por las calles de la feria (el gran bazar) de la «Hebrón palestina» es un ejercicio casi asfixiante. Los locales, apiñados en las estrechas y antiguas callecitas, están vigilados por garitas israelíes y tienen alambres en los techos que filtran la luz del sol. De los alambres cuelgan kilos de desperdicios. «Los judíos nos tiran la basura desde los departamentos», coinciden a coro vendedores de jabón, dulces, casetes antiguos, lámparas o telas que tienen sus negocios pegados a la «frontera».

Semejante cercanía con el barrio judío tiene, para ellos, su explicación. «Vinieron a comprarme mi departamento, me ofrecieron millones, pero no me voy», dice uno de los dueños de casa, en la que los visitantes ingresan gracias a Leena. De un estante, saca una víbora encerrada en un frasco de vidrio. «Tuve que cerrar las ventanas. Esto me lo tiraron los vecinos israelíes para que me fuera de aquí», relata el joven. ¿Intentaron hablar con los colonos judíos? «No se puede, ellos sólo quieren que nos vayamos. Me dijeron que si vivimos aquí tendríamos problemas», contesta.

Con un pañuelo que cubre su cabeza, Leena habla de la «ocupación» en duros términos: muestra el pase que necesita presentar para entrar a territorio israelí, las calles cerradas por Tzáhal (el ejército israelí) transformadas en basurales; da cuenta de la «violencia» en el trato del ejército y los colonos; se queja de la construcción de nuevas casas para los israelíes mientras los palestinos tienen «prohibido construir», y del bloqueo comercial, aunque muchos de los alimentos o productos que se venden en la feria son de origen israelí. «Todo lo que hacen lo explican con una frase: razones de seguridad», dice Leena con una sonrisa.

¿Y Hamas, la organización fundamentalista que gobierna Gaza y que acaba de acordar con los palestinos moderados que encabeza Mahmoud Abbas? «No sé, nunca fui a Gaza. No tenemos relación con ellos», contesta, cortante. También recakca que no existen las fuerzas de seguridad palestinas. «No tienen armas, ni poder», dice, en crítica al gobierno de Mahmoud Abbas y la Autoridad Nacional Palestina, que administran Cisjordania.

Todo aquí parece a punto de estallar. El 16 del mes último, por caso, siete palestinos fueron heridos por soldados israelíes por tirar piedras. Para unos, la «ocupación» israelí provoca la violencia. Para otros, los ataques palestinos justifican mantener el statu quo.

Leena llega con el grupo a la parte palestina de la Tumba de los Patriarcas. Está, como casi todo, custodiada por jóvenes soldados israelíes, aunque en su interior funciona una mezquita y centros de estudio islámicos. «Aquí entró un colono y produjo una matanza», afirma, en recuerdo de la irrupción del colono israelí Baruj Goldstein, que en febrero de 1994 mató a 27 palestinos en un arranque de furia homicida. La división entre palestinos e israelíes llega aquí al súmmum: una parte separa a la tumba de Sara, la primera matriarca, de la de su esposo Abraham (o Ibrahim, según la tradición islámica), que quedó del «lado judío» de Hebrón.

EL LADO ISRAELÍ:

Allí, en el sector principal de la Tumba de los Patriarcas, comienza el relato de Adam. En un inglés más fluido, explica las raíces judías de la ciudad, «después de Jerusalén la más sagrada para el judaísmo». No se olvida de aclarar que «siempre hubo presencia judía en Hebrón» y que el reclamo palestino «es reciente, inventado por Yasser Arafat. Nunca existieron como nación», recalca.

Los carteles en las paredes, cercanas a las renovadas construcciones de piedras, con ventanales amplios y limpieza en las calles, también dan cuenta de esa idea. «Bienvenidos a Hebrón, el pueblo judío vuelve a casa», o «Palestina nunca existió, ni va a existir», está escrito, en hebreo e inglés. Dentro del centro Hadassah, en el barrio judío, un museo contiene explícitas fotografías de la matanza de pobladores judíos producida por árabes palestinos en 1929. «Los acuerdos de paz nos dejaron el 3 por ciento de Hebrón; el 97 restante lo maneja la ANP», dice Adam, que critica al gobierno de Benjamin Netanyahu, «que nos somete a una intensa presión; no deja construir nuevas casas mientras la población crece», se queja.

¿Y la dominación militar, los abusos contra los palestinos? «No es como lo cuentan. La actual situación es la respuesta al terror palestino», dice Adam. ¿Y el maltrato a los palestinos, la basura tirada en los techos? «Puede ser que alguno lo haya hecho, pero ellos dejan los desperdicios ahí hace años», contesta Adam sin perder la calma. «No hay diferencia entre Hamas y la ANP. Si ellos hacen la paz, Irán y los otros países árabes los matan», evalúa. Aunque parezca mentira, y a pesar de su atuendo, Adam tampoco se salva de ser interrogado. «¿Hay musulmanes entre ellos?», le preguntó al oído un soldado israelí al pasar por un control.

Para darle fuerza a su relato, el joven ultraortodoxo conduce a los visitantes a la casa de Tzipi, una pobladora con once hijos que relata, casi con frialdad, la noche que un palestino mató de una cuchillada a su padre mientras dormía. «Siempre estuvimos aquí, siempre estaremos», dice Tzipi casi sin levantar la voz y mostrando los libros escritos por su padre, rabino y maestro en la zona por decenas de años. Tzipi coincide en la visión que los colonos tienen del conflicto: imposible acordar con quien «pretende la destrucción del Estado de Israel».

El regreso a Jerusalén, dos horas de viaje en el ómnibus blindado, tiene un sabor amargo. El de los conflictos que no tienen solución.

(Sección Enfoque del diario la Nación por Jaime Rosenberg)

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