La «culpa» de las víctimas o la irresistible tentación de apaciguamiento. Por Manuel Tenenbaum

Uno de los legados más perversos que el siglo XX transfirió al actual fue la tendencia, ante hechos aberrantes y atroces, a hurgar en la conducta de las víctimas, muchas veces incluso antes de calificar debidamente las agresiones de los victimarios. Por increíble que parezca a un espíritu lógico, junto con la condena eventual del agresor salta la pegunta infame referente a lo que hizo la víctima o, peor aún, el “por algo será” habitual. Este tipo de actitudes, demasiado frecuentes lamentablemente, entroncan con cierta inconfesable complacencia por lo ocurrido y el deseo de ponerse a cubierto de hipotéticas represalias de las fuerzas agresivas.

La historia está llena de ejemplos nada honrosos para sus protagonistas. Cuando Hitler asumió el gobierno en 1933 y de inmediato se encaminó al poder absoluto, destruyó la institucionalidad alemana y comenzó una salvaje persecución contra los ciudadanos judíos y los alemanes no conformistas. En las democracias occidentales se pasó por alto esos sucesos y reinó la tranquilidad argumentando que después de todo el Führer se había convertido en canciller de manera legal.

La reacción de los gobiernos de Occidente consistió en concederle a Hitler el tratamiento de un estadista normal y de buscar acuerdos diplomáticos con él, tomando por buenas sus promesas pacifistas. Compraron “pescado podrido” y mientras tanto el Tercer Reich se rearmó en secreto y construyó una formidable máquina bélica con el fin de articular una política expansionista y en definitiva de imponer su hegemonía en Europa. Los estadistas occidentales no ignoraban este desarrollo, pero preferían no alterar el sosiego de sus países con advertencias incómodas. En el fondo creían que se había tratado demasiado severamente a Alemania en la Paz de Versailles y que muchas de sus reivindicaciones eran justas. Las atrocidades del régimen, la anulación de la sociedad civil y el antisemitismo rampante no conmovieron. La consigna era “Quieta non movere”, tranquilidad a cualquier precio. Eran los tiempos de Baldwin y Chamberlain, de Chautemps y Bonnet.

El 7 de marzo de 1936 Hitler remilitarizó a Renania en violación flagrante de los tratados de Versailles y de Locarno. Francia hizo el gesto de intervenir, Inglaterra le retuvo el brazo. Como hoy se sabe, fue la última oportunidad para detener al nazismo sin una guerra general. Occidente durmió. A partir de este momento Hitler resultó imparable. Primero absorbió a Austria y los occidentales se consolaron aduciendo que al fin y al cabo los austríacos hablaban alemán. Después acosó a Checoslovaquia y para “salvar la paz” Chamberlain y Daladier le impusieron a este país democrático la cesión de la región de los Sudetes,tranquilizándose con la idea de que vivían allí alemanes. Siguió con Lituania arrancándole Memel. Se aseguró el petróleo rumano con un pacto comercial leonino. Se alió con Stalin y los dos se repartieron Polonia y los países bálticos. El primero de setiembre de 1939 la agresión a Polonia obligó, por fuerza de sus opiniones públicas, a Inglaterra y a Francia a declarar la guerra. Aun así en ambos países sectores derrotistas se ilusionaban con entenderse con Hitler y detener la guerra. Qué importaban Austria, Checoslovaquia, Polonia, los judíos y los demócratas alemanes. Nada.

Detrás de la aparente ceguera política anglo-francesa y del aislacionismo estadounidense se ocultaba no solo la cobardía para afrontar la realidad internacional, sino también el no total disgusto con la obra hitleriana en Alemania y su potencial contención del comunismo. El filonazismo y el filofascismo abarcaban sectores importantes de las élites y de la población en general. En mayo de 1940 con Francia derrotada y ocupada y Gran Bretaña bajo amenaza de invasión, en el gobierno inglés había ministros que proponían solicitar las condiciones de paz al enemigo. Fue el mérito de Winston Churchill haber denunciado la verdadera naturaleza y los propósitos del régimen nazi y decidido que la meta primera era erradicarlo de la faz de la tierra, cueste lo que cueste.

La política de negación y apaciguamiento frente a los sistemas inciviles tuvo también su expresión en la cerrada obstinación de los simpatizantes e intelectuales de izquierda a reconocer la realidad del Gulag soviético y los genocidios de clase y étnicos del stalinismo. Algunos los niegan hasta el día de hoy, a pesar de la montaña de evidencias. Jean Paul Sartre admitió al final de su vida que había mentido sobre la URSS para “no hacerle el juego a la derecha”. Los filototalitarios mintieron todos. Sus razones fueron la ideología, la comodidad y el desprecio por millones de víctimas, en las que siempre creían encontrar alguna causa para su destino fatal.

En la actualidad la historia se repite. Cuando el más despiadado de los terrorismos se cobra la vida de inocentes ciudadanos, no poca gente piensa que a los terroristas no hay que provocarlos y que algún motivo existe para su afán vengativo. Se opina que se debe limitar la propia libertad para no desafiar al mundo de la violencia y del terror. Es triste reconocerlo, pero no son pocos en Occidente los que calladamente sintieron “schadenfreude” [alegría con el mal ajeno] ante el ataque a las torres gemelas en New York y en Washington; los ataques en el ferrocarril de Madrid y en el subte de Londres y desde luego con el antisemitismo reforzado en el mundo y las agresiones contra el Estado de Israel.

La media, la academia, ciertos intelectuales y activistas no se caracterizan por estar desempeñando un papel honorable en defensa del valor moral supremo: la intangibilidad de la vida humana. Hay vidas que en último análisis les resultan indiferentes o dispensables.

La cultura occidental está bajo ataque, pero a su vez países occidentales se muestran tibios en apoyar a Israel y propensos a ayudar a sus enemigos. Se olvida la permanente e implacable beligerancia que sufre el Estado judío. Parecería que en el mundo no hay más refugiados que los palestinos, cuidadosamente conservados por sus hermanos de fe como trofeos de opinión pública y arietes antiisraelíes.

El mundo no sabe y no quiere saber que, en 1947, 850.000 judíos fueron saqueados, perseguidos y expulsados violentamente de los países árabes e Irán, provocando la extinción de comunidades milenarias. Un Israel naciente, frágil y pobre todavía, no tardó en convertirlos en ciudadanos dignos y autosuficientes, no más refugiados.

En una decisión histórica el Parlamento de Israel resolvió denunciar ante el mundo este crimen contra comunidades inocentes y decretó que el 30 de noviembre de cada año (día siguiente al de la decisión de la ONU de partir Palestina) se recuerde la expulsión de los judíos de los países árabes e Irán, que comenzó precisamente enseguida después de la votación del 29 de noviembre de 1947.

Cuando se reflexiona sobre la historia contemporánea de los apaciguamientos, no se puede menos que pensar que la hostilidad anti-israelí y el antisemitismo conexo se deben a que el Estado judío sigue su camino propio: no subestima ni apacigua a sus enemigos por falsa comodidad o seguridad y en cambio se defiende sin concesiones con la fuerza y el sacrificio de su población y la justicia moral de su causa.

Por Manuel Tenenbaum

1 COMENTARIO

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