Rosh Hashaná y el fin del presente. Por Jorge Rozemblum

El ciclo del calendario, que es la traducción cultural de la condena a volver al mismo punto en torno al sol, nos impone la comparación entre lo que empieza y lo que acaba. Cuando somos niños y jóvenes, cada brote en la tierra, nube en el cielo y palabra en los oídos es una novedad en la enciclopedia de lo vivido. Cada año es un mundo, una etapa completa. No así cuando, acumuladas las miradas, creemos saber lo que nos espera a la vuelta del camino, con su noria de dolores y alegrías. El tiempo, entonces, transcurre mucho más deprisa y parecemos ser (como el planeta) una simple peonza a merced de repeticiones inexorables. Sin embargo, sabemos que cada año es (fue) distinto, con su cosecha de “ciclos particulares” (vidas) agotadas que, pese a la experiencia acumulada y el conocimiento de la finitud de nuestro testimonio, nos hiere incluso más.
El inicio de un nuevo año (judío, gregoriano, chino, etc.) nos sitúa en un punto sin presente, en el que la interpretación de lo pasado condicionará cómo encaremos lo que vamos a vivir, y aún nuestras aspiraciones y expectativas pueden llegar a variar – a partir de este punto – la lectura que hagamos de lo que fuimos. No es tan raro: basta recordar la imagen que teníamos en diversas edades de nosotros mismos y cómo ha ido transformándose. Es un ejercicio paradójico, contrario a la propuesta de algunas filosofías de meditación de centrarse únicamente en el presente y así evitar las angustias por lo que fuimos y seremos. Aquí se trata de asumir la tensión, la lucha por la supervivencia y el esfuerzo de superación, no como un freno sino como el verdadero motor de nuestro desarrollo humano. ¿Qué es el presente frente a la enormidad de lo que nos precede y nos construye, frente a la eternidad de lo que nos espera, siendo conscientes de nuestros límites específicos?
La naturaleza ha dotado a casi todas las criaturas de un par de ojos, cuando con uno solo podríamos ver casi lo mismo y con tres mucho más. Seguramente el modelo ha triunfado por la ventaja evolutiva que da el ver lo que se viene con perspectiva, permitiendo a la parte más intuitiva del cerebro analizar el grado de amenaza y activar las respuestas necesarias para sobrevivir. Con un solo ojo sólo tendríamos la instantánea (el presente) del predador frente a nosotros, no de sus intenciones. Con un tercer ojo en la nuca (en una perspectiva que nos circunvalara) la realidad se nos representaría tan peligrosa que posiblemente optáramos por el inmovilismo. Dos ojos nos ayudan a reconocer lo que hicimos y pensar cómo podríamos mejorarlo.
Cada Rosh Hashaná nos sitúa en un presente que no existe, que no es más que un punto en una circunferencia, no el centro de la misma.
Shaná tová
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad
www.radiosefarad.com

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