
Los febreros de Lea Kovensky son más cortos de los cortos que ya son. La ansiedad le consume el mes. Aprendió a entrar a marzo, su cruz en el almanaque, con un ideario preventivo. Entrenó su psiquis para acelerar el paso y aligerar el peso del mes. Dice que cada vez que empieza trata de “estar atenta”: sube la guardia. Los marzos que siguieron a ese marzo alimentaron el estigma. Son los días en los que más se enoja, más se pelea, más descontextualiza las cosas y las relaciones, más se tropieza, más se lastima, más le duele el cuerpo. “Aunque aparenta estar todo normal, internamente está todo convulsionado”, define.
El detonante fue el desgraciado 17 de marzo de 1992, el día que detonó una bomba, una bomba que significó un atentado, un atentado que colocó al país en el teatro de operaciones del terror.
Tiene 67 años y le perdura la tristeza por el sinsentido. Acumuló otros 31 nuevos marzos después de ese marzo bisagra: ninguno volvió a ser un mes normal, ajeno.
La mujer de 36 años que entró a la embajada de Israel a las nueve de la mañana no fue la misma que salió, en andas de un desconocido, sin zapatos, sin una uña, con una máscara de sangre y vidrios en sus pelos, minutos después de las 14:47, la hora exacta de la explosión.
El 17 de marzo de 1992 fue martes: hacía un calor de verano denso. Su jefe, Yehuda, se había ido por un viaje de trabajo que esa tarde debió suspender abruptamente. Su esposa, Anat, era también su secretaria en idioma hebreo y tampoco estaba en la oficina.
Lea disfrutaba de una jornada descomprimida. Ya había concluido con las diligencias diarias: administración de contactos, coordinación de encuentros y reuniones, tareas habituales para la secretaria de un superior que no está. Resultó ser un día de trabajo liviano, con más dosis de ocio que las habituales.

Su oficina ocupaba un rincón de la planta baja, cerca de la esquina de Arroyo y Suipacha, enfrente del hall central del edificio. Ahí trabajaba Mirtha, recepcionista y responsable del conmutador, un armatoste que manipulaba para establecer comunicaciones telefónicas.
Ahí, esa tarde casual, también estaba Enrique, marido de Mirtha, quien había ido a realizar un trámite a la embajada. Los tres compartían una charla amena a la sombra de un artefacto grande, sólido, que Lea usó, literalmente, de respaldo. “Me senté en el conmutador que tenía como una alzada de madera, ahí apoyé mi café y un cigarrillo en el cenicero”, recuerda.
Faltaban pocos minutos para que se hicieran las tres de la tarde. La seguridad interna de la sede diplomática había concluido sus rondas. La policía que custodiaba el edificio desde el exterior no vigilaba la esquina de Arroyo y Suipacha.
Nueve años después, una investigación de la Corte Suprema de Justicia establecerá que a las 14:47 una camioneta Ford F 100, patente C 1275871, subió sus dos ruedas derechas a la vereda para estacionar en el número 916 de la calle Arroyo y detonar una carga explosiva constituida de una mezcla de tetranitrato de pentaeritrita -PETN, pentrita- y de trinitrotolueno -TNT, trotyl-, en una proporción estimada en porcentajes iguales, ubicada en la parte posterior derecha del vehículo.
Lea Kovensky pensó que esa bomba, que ese atentado, había sido una descarga eléctrica del conmutador. Pensó que era la única víctima de ese presunto golpe energético, que lo que había pasado le había pasado solo a ella. No coincidía ese desperfecto con la escena que descubrió al reincorporarse. “La onda me tiró para atrás, me dio vuelta, caí boca abajo. Fui reaccionando, tenía escombros encima mío, me fui desprendiendo de todo, había una nube negra que cubría el edificio, que se fue disipando. Me empecé a dar cuenta de lo que había pasado”, relata.

El conmutador en el que estaba sentada no solo no había canalizado en ella su voltaje, sino que había servido de defensa para que la onda expansiva de la bomba no le impactara de lleno. Fue su escudo, aunque no la protegió lo suficiente para evitar que la explosión la tumbara. Los eventos violentos e inesperados causan más incertidumbre que dolor. La sorpresa restringe el lamento. La adrenalina del sobreviviente es una anestesia. “No me dolía nada. Me reincorporé rápido, me encontré con Claudia, una compañera, y juntas empezamos a buscar por dónde salir”, narra.
Ya no había puertas de acceso ni hall central: todo se había roto. La atmósfera se tornó de un tono gris espeso. En su desconexión racional, la embargó un rapto de lucidez: recordó la salida de emergencia del segundo piso que transporta a un edificio lindero. “Subimos agarradas de las manos. La puerta estaba cubierta de escombros y había gente que la estaba intentando abrir.
El shock era muy grande: estaba como sumida como en una especie de nube donde veía pero a la vez no registraba nada. Caminaba como atontada. Veía heridos, escuchaba gritos y no podía hacer nada. Solo buscaba por dónde salir”. La puerta de emergencia del segundo piso dejó de ser una opción posible. Decidió regresar en sus pasos. Cuando descendió a la planta baja, vio que había gente que huía por el hueco de una ventana sobre la calle Arroyo. No sabe cuántos minutos después volvió a ver la luz del sol desde la vereda de una esquina en guerra.
María José Grillo conoció a Lea Kovensky como una sobreviviente. Había llegado corriendo desde la plaza San Martín de Retiro siguiendo la estela del humo, el murmullo del clamor, el baho de la desesperación. Era periodista de la revista Gente, tenía 25 años y debía cerrar ese martes una nota para completar la edición. A las 14:47 entrevistaba al coronel Juan Jaime Cesio, perseguido y encarcelado durante la última dictadura, brazo político del teniente general Jorge Raúl Carcagno, efímero jefe del Ejército de la democracia recuperada en mayo de 1973. “Había sido degradado por el Ejército por ser parte de la comisión del Centro de Militares por la Democracia. Nos estaba contando que buscaba empleo por los clasificados de los diarios cuando estalló la bomba”, rememora.

Recuerda ver flamear los ventanales vidriados del edificio de American Express y el hongo de humo emergiendo por el horizonte. No estaba sola: la escoltaba el reportero gráfico Oscar Mosteirín, de 53 años. El estruendo parió un nuevo contexto. Interrumpió toda normalidad. La entrevista se cortó, indefectiblemente. Hubiese sido antinatural continuarla. Ni siquiera hubo saludo de despedida. Cesio corrió, nadie sabe para dónde. El instinto de la periodista y el fotógrafo los orientó rumbo noreste: hacia el epicentro del desastre. No antes de retratar el primer vestigio del horror: el fotógrafo disparó contra la columna espesa de polvo que crecía por encima de los edificios.
“Salimos hacia el lugar de la explosión -relata la periodista- sin saber qué había pasado y nos encontrábamos de frente con toda la gente que huía, hasta chicos con el guardapolvo del jardín de infantes ensangrentado. Mosteirín siguió corriendo y yo me metí por la vidriera rota de un banco, que había a unas cuadras de la embajada, y llamé a la redacción para contarle lo que estaba viendo. ‘Manden a todos, no sé qué pasó pero es muy gravé’, les pedí. Cuando llegamos, apenas había unos pocos policías que merodeaban la zona. No había operativo ni nada”.
Fueron la primera periodista y el primer fotógrafo que llegaron a la embajada de Israel en ruinas. Ella arribó un minuto después que él. “Las cosas que vimos fueron tremendas. Fue una cosa desoladora, espantosa. Hemos visto pasar gente con una viga atravesada en el cuerpo”, retrata. En medio de ese caos, distinguieron a una mujer de aspecto añoso, avejentada, cuerpo menudo, canas en el pelo y sangre en el rostro, cruzando la calle Arroyo en brazos de un joven rubio y atlético. Mosteirín guardó la potencia de ese instante en una foto. El autor de la imagen murió en 2014. “Parecía una mujer grande porque estaba cubierta de polvo y no se le veían las facciones, pero en verdad era una chica joven”, recuerda Grillo, hoy secretaria de redacción de la revista Hola Argentina.

La chica joven era Lea y las canas eran partículas de polvo que había pintado su pelo rubio. La bomba le había quitado los zapatos, le había extirpado una uña, le había regado la cabeza de vidrios ínfimos, le había producido pequeños y leves cortes. En su rostro se dibujaban líneas de sangre derramada. Nunca vio a la periodista ni al fotógrafo. Cuando salió a la calle, la secretaria advirtió que estaba descalza y que la esquina de Arroyo y Suipacha era un colchón de vidrios: “Pensé cómo podía hacer para cruzar sin lastimarme. Ahí es cuando aparece él para levantarme en andas y llevarme al lugar donde estaban trasladando a los heridos”.
Mientras la llevaba a upa, descubrió en su pecho el collar de identificación militar. Supuso que podía ser un miembro del ejército israelí y le empezó a hablar en hebreo: “Le decía ‘esto es un desastre’ y él solo me respondía ‘todo bien, todo bien’. ‘Qué todo bien’, le decía yo, ‘esto es un desastre’”. El diálogo se interrumpió cuando él la dejó y se fue a seguir rescatando gente. Él se llama Bruce Willison Jr., era un marine estadounidense de 24 años que cumplía misiones de custodia diplomática en países de América Latina: era acreedor de una beca para estudiar español en la región. Había llegado de Montevideo dos días atrás. Tenía planeado seguir por Chile. Visitaba a pilotos de la fuerza aérea estadounidense en un hotel cercano a la embajada cuando sintió la explosión y su pulsión lo guió hacia el sitio del desastre. Se olvidó la billetera en la mesa por la premura. Corrió por Suipacha. Salvó a Lea primero y a otros heridos con traslados, torniquetes (usó manteles de un restaurante como vendas) y remoción de escombros hasta que el operativo de rescate lo desafectó. Los registros oficiales le asignan el salvataje de diez vidas y la cooperación en el rescato de cinco heridos: él no recuerda cuántos. Sabe que un taxi lo llevó gratis a la embajada de Estados Unidos, donde después de que la adrenalina mermara y la tristeza se disparara, debió reportarle directamente al secretario de Defensa.
Lea llegó al Hospital Fernández. Sus heridas eran superficiales. Le limpiaron la cara, le cosieron su dedo sin uña, la dejaron algunas horas en internación. Su mamá estaba en Rosario, su papá y dos hermanos en su casa de Villa Crespo y otros dos hermanos instalados en Israel. A ella lo único que le preocupaba era avisarle a su familia que estaba bien, que estaba viva: por el teléfono de la sala de informes del hospital intentó comunicarse sin suerte con el trabajo de uno de sus familiares. Sus dos hermanos que vivían en el país acudieron a la embajada con la duda en ciernes. Su mamá emprendió viaje desde Rosario sin saber si tenía una hija muerta o viva. En la sede diplomática destruida, a los hermanos Kovensky les avisaron que Lea había sobrevivido y había sido trasladada al Hospital Fernández. Esa misma noche, después de aplicarle la vacuna antitetánica, le dieron el alta clínica.

No durmió. No podía. Se quedó mirando la televisión que transmitía en vivo la remoción de escombros. Su casa había estrenado su primer teléfono de línea una semana antes. Habló con sus hermanos en Israel y hasta con una radio extranjera. A la mañana del día siguiente, acordó con grupo de compañeros de trabajo visitar a quienes estaban internados. Fueron al Instituto del Diagnóstico. En una habitación estaba Claudia, la mujer con la que había subido al segundo piso del edificio agarrada de la mano. La hermana de su compañera cuando la vio le preguntó si se había visto en la tapa. No le dio tiempo a responder. Intempestiva y desbordante, le enseñó la imagen y la revista Gente. Era la foto de Mosteirín: ella rescatada por un hombre que desconocía. Debajo decía “el espanto” en letras amarillas.
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“Era como ver la foto de un país en guerra. Salimos de la clínica y las chicas se fueron para la izquierda y yo para la derecha. Estaba alucinada, perdida, descolocada. Y eso me descolocó aún más. No estaba preparada para ver esa foto. Era todo shockeante. Necesitaba procesar y entender que estaba viva y que había sobrevivido a un atentado”, reflexiona. Pero no había tiempo. Esa tarde recibió un llamado de urgencia: su jefe la citaba al hotel ubicado en Suipacha y Arenales donde se habían trasladado preventivamente las funciones de la embajada.
“Me tomó de la mano y me dijo ‘es importante que entres y sepas de qué te salvaste’. Él la acompañó. Ingresaron juntos. “Entramos desde Suipacha por una abertura, pasamos un patiecito y fuimos a la oficina. A mi izquierda estaba la puerta de lo que era la oficina del agregado: aunque llena de polvo, estaba intacta. La onda expansiva arrasó mi sector pero no tocó esa oficina”. Su lugar de trabajo lindaba con un patio que daba a la calle Suipacha. La onda expansiva buscó un canal donde liberarse: la encontró en ese patio exterior. “Es mi gran duda. No sé realmente qué hubiese pasado si me encontraba en esa oficina cuando explotó la bomba”, relata.
La estructura de su oficina se desintegró. Sus pertenencias quedaron desperdigadas entre escombros. Recuperó algunos adornos de su escritorio y su cartera intacta, con sus documentos y su dinero. Dos meses después, olvidó esa misma cartera en el banco de una plazoleta de la avenida 9 de Julio. Se dio cuenta quince minutos después. Cuando regresó, ya no estaba. Su lamento fue edulcorado por el drama. Aceptó el robo y la pérdida con naturalidad. “Entendí que estaba bien así, que había cosas que iban a ser reemplazadas con otras, que había cosas que ya no eran para mí. Mi identidad ya era otra. Fue caer en la cuenta de que todo había cambiado en mí: yo ya no era esa que estaba en esa cartera”.
Dice que adentrarse en los restos de la sede diplomática le sirvió a su sanación. Siguió trabajando tres décadas más en la embajada, mudada ahora a Avenida de Mayo y Chacabuco. Se reencontró con Bruce en el décimo aniversario, en la Plaza de la Memoria, emplazada en la esquina del atentado: “Nos abrazamos como se abrazan dos amigos, dos hermanos, dos personas que se conocen profundamente”. Lo volvió a ver otros 17 de marzo: el año pasado conoció a su esposa y sus hijos. Él le admitió que tiene una foto suya en su oficina. Su agradecimiento es eterno. Ella se jubiló hace dos años. “Cada tanto vuelvo. Me hace bien”, dice. Tiene un grupo de Whatsapp con otros sobrevivientes o hijos de sobrevivientes. El grupo se llama, simplemente, Arroyo.
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