Desde el octavo día de nuestras vidas –cuando somos circuncidados–, los varones judíos llevamos la marca física de un pacto ancestral, siguiendo la tradición que el patriarca Abraham inauguraba hace casi cuatro milenios. Según consta en el Génesis, el objetivo de este pacto intergeneracional está sugerido por un versículo que precede a su propio pedido por parte de Dios: “Camina delante de mí y sé íntegro”. Vale decir que la consecuencia de este peculiar acuerdo se debiera medir en integridad, una cualidad moral a la que podríamos definir como el equilibrio armónico entre toda la gama de las virtudes humanas, algo que sin dudas nos cuesta bastante alcanzar.
Pues he aquí que este pacto es el tercero en aparecer en el texto bíblico, y no debe ser casual. La Torá –una obra divina en ambos sentidos del término– no relegaría el concepto de lo pactual a una cuestión meramente individual, amén de que sea obvio que lo que cada quien hace redunda en el todo. Parece ser entonces que el pacto de la circuncisión viene a coronar lo pretendido en los dos anteriores. ¿Cuáles son ellos?
El primero es de carácter universal y se realiza con Noé y su familia, que son quienes en el viejo mito bíblico darán origen a una segunda versión de humanidad, ya que la primera había quedado sepultada bajo las aguas del diluvio. La señal divina sería el arco iris, que recordaría al Creador no insistir en la destrucción del planeta como castigo por tanta violencia desplegada.
El segundo también fue con Abraham, un par de capítulos antes del de la circuncisión, y a través del partir por la mitad varias ofrendas se le proponía descendencia y territorio a cambio de conducirse en medio de una serie de leyes que Moisés detallaría más adelante, para intentar ser “una nación sagrada y un reino de sacerdotes”.
Por Marcelo Polakoff (La Voz)