Cuenta la historia que el Baal Shem Tov, fundador del movimiento jasídico en el siglo XVIII, fue invitado un Shabat a rezar y hablar en una sinagoga de una ciudad grande. Al llegar, se acercó a la puerta, pero cuando esta se abrió, se detuvo abruptamente.
La gente, extrañada, le preguntó: «¿Qué ocurre, rabino? »
Con expresión solemne, respondió: «No hay espacio en la sinagoga».
Los presentes miraron dentro y vieron que aún quedaban muchos asientos vacíos. «Pero aquí hay sitio de sobra», dijeron, sin entender su negativa.
Entonces, el Baal Shem Tov explicó: «No es la cantidad de gente lo que impide mi entrada. Mientras oran sin verdadera intención en sus corazones, sus palabras quedan atrapadas en el aire y no ascienden al cielo. La sala está tan llena de oraciones vacías que no queda lugar para mí«.
Dos acontecimientos impredecibles de los últimos años —la pandemia de Covid-19 y la guerra de Simjat Torá— marcaron un punto de inflexión en el espacio sinagogal, tradicionalmente resistente al cambio.
El Covid-19 obligó a los judíos a salir de los recintos cerrados y buscar lugares abiertos para la plegaria, espacios que antes parecían impensables para el rezo comunitario. Allí, se congregaron personas que necesitaban rezar juntas, incluso aquellos que rara vez asistían a una sinagoga.
En medio de la incertidumbre, emergió un profundo sentimiento de unidad. Jóvenes y ancianos, niños, hombres y mujeres, se encontraron juntos bajo el cielo abierto, sus voces elevándose con fervor, impregnadas de un nuevo sentido de comunión y propósito.

La guerra, prolongada e implacable, ha sumido a todo el pueblo en un sufrimiento compartido. La desesperación, el dolor y la angustia por los secuestrados vivos y los cuerpos arrebatados por los asesinos han tejido un lazo invisible de aflicción en cada corazón. Este dolor colectivo ha llevado a que, en numerosas sinagogas, las plegarias se transformen en súplicas ardientes: por el fin del conflicto, por el regreso sano y salvo de los ausentes, por la sanación—física y espiritual—de los heridos.
Las palabras de las oraciones, impregnadas de lágrimas y suspiros, buscan elevarse como un grito hacia el cielo. Sin embargo, no siempre logran traspasar el umbral de lo divino. La energía espiritual que debería impulsarlas parece debilitada, atrapada en el peso de la tragedia que nos envuelve. Y aun así, seguimos rezando, esperando que, en algún momento, nuestras voces sean escuchadas.
El Talmud señala que incluso si podemos abrir nuestros corazones con un resquicio del tamaño del ojo de una aguja, Dios vendrá en nuestra ayuda y abrirá la puerta de nuestros corazones lo suficientemente ancha como para que pasen los carros y los tanques. Dios nos sale al encuentro más allá de la mitad del camino.
Hemos aprendido que existen muchas llaves espirituales capaces de abrir las puertas del cielo, permitiendo el acceso de nuestras plegarias. Cada llave nos acerca un paso más a la presencia divina. Pero hay una que no solo abre una puerta, sino todas: un hacha.
Golpea una puerta con un hacha y, tarde o temprano, cederá. Así también ocurre con la plegaria: las llaves espirituales pueden ir abriendo paso, pero hay una fuerza que atraviesa cada obstáculo sin resistencia, rompiendo todas las barreras hasta llegar a Dios. Esa fuerza es un corazón quebrantado.
Cuando el alma se desgarra y la súplica brota desde lo más profundo del dolor, ninguna puerta puede permanecer cerrada. No hay muro que la detenga, no hay distancia que la aleje. En ese momento, la oración no pide permiso: irrumpe en la presencia divina.
Lo que pensamos y decimos tiene un peso inmenso ante Dios. Hay quienes creen que sus oraciones son superiores a las de los demás, convencidos de que el simple hecho de recitar las palabras del sidur les confiere un estatus especial. Pero inclinarse en el momento adecuado no es prueba de sinceridad, ni garantiza que el corazón esté realmente comprometido con la plegaria.
Para algunos, la apariencia de piedad importa más que la esencia misma de la oración. Prefieren que los demás los vean como devotos antes que asegurarse de que sus palabras verdaderamente se eleven al cielo.
Recuerdo a un rabino, famoso por su devoción, prolongando su Amidá con solemnidad. Sin embargo, cuando un jazán—un visitante elegido al azar—se demoró más que él, su paciencia se desvaneció. Con gestos impacientes, le indicó que terminara, porque «se hacía tarde».
¿De qué sirve una oración prolongada si el corazón no la acompaña? No es la duración ni la solemnidad lo que abre las puertas del cielo, sino la intención pura y el fervor genuino.
Concurrimos al Oratorio buscando algo más que palabras—buscamos silencio suficiente para escuchar lo que Dios intenta decirnos. La oración, la lectura de la Torá y las enseñanzas que recibimos no son simples rituales, sino senderos que nos guían en la búsqueda de Dios que tenemos dentro de nosotros.
Las puertas que debemos abrir no están en el cielo, sino en nuestros propios corazones y almas. Las llaves ya están en nuestras manos; solo nos falta el valor para girarlas en la cerradura. Sin embargo, muchos estamos tan atrapados en nuestras propias murallas que la voz de Dios se vuelve apenas un susurro, difícil de percibir.
Pero aún estamos aquí. Tenemos las herramientas, el tiempo y la oportunidad de abrirnos a la plegaria, a las palabras de la Torá, y a la presencia divina que habita en lo más profundo de nuestro ser. Y sí, hace falta fe—fe para abrir la puerta sin saber qué destino nos espera al otro lado.
Lo que realmente debe preocuparnos no es el mundo exterior, sino lo que hemos hecho dentro de nosotros mismos: hemos encerrado a Dios fuera de nuestros corazones y almas. Lo hemos apartado de nuestra vida diaria, atrapados en la distracción de lo trivial, mientras ignoramos lo que verdaderamente importa—su presencia, su trascendencia, su llamado.
Pero no todo está perdido. Aún podemos abrir las puertas. Podemos trabajar juntos, encontrar el valor y la fe para liberar a Dios, para permitir que nuestros espíritus se eleven por encima del peso de la desesperanza y del cinismo que nos ata.
Cuando lo hagamos, el otro lado nos esperará—un lugar donde la carga se disuelve y el alma respira, donde la alegría reemplaza la angustia, donde la vida cobra sentido y la paz finalmente nos envuelve.
Ese es el destino que nos llama. Y depende de nosotros abrir la puerta.
Autor: Rabino Yerahmiel Barylka (Israel)
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