Lilianne Cohen no se llama Lilianne. Pero el gran miedo que le nació al ser recluida junto a su madre en el campo de concentración nazi de Auschwitz aún le vive hoy en su casa de Algeciras junto a la Plaza Alta, en donde esta mujer de ascendencia turca sefardí, venida al mundo en Italia y casada en Ceuta, vive desde hace más de 50 años. Tan inmortal es este miedo como para que la única superviviente judía de ese infierno que reside en Andalucía prefiera todavía no dar su verdadero nombre y elegir el que siempre le gustó tener. Y eso que están a punto de cumplirse, el próximo abril, 70 años de su liberación, ya en el campo de Mathausen, por los soldados americanos. «No por mí, no, ya no; es por mis hijos y por mis nietos, aún temo por ellos», se excusa cuando ruega que no se vea su rostro en las fotografías.
Ese mismo temor, que muchos no podemos comprender, es el que ha hecho que no haya querido nunca contar públicamente su terrible y verdadera historia. «No me gusta -dice- no me fío, Algeciras es muy chico y en España y en el mundo aún hay sentimiento antijudío». Hasta ahora, día en que su marido Samuel dice que se ha producido «un milagro».
Enseña para la fotografía el número que le tatuaron sus captores al ingresar a su prisión: el 5528, con la A de Auschwitz delante. «Mi madre tenía el 5527, uno anterior. Me lo hicieron aquí porque fuimos los últimos en llegar. Los primeros lo tenían en la parte de atrás del brazo», cuenta mientras se señala el tatuaje, ya algo borroso. «A mis hijos, cuando eran pequeños y me preguntaban qué era esto les decía que era el teléfono de un novio italiano que tuve, que me lo hice para no olvidarme ¿Qué les iba a contar tan chicos? Luego ya su padre se encargó de decirles todo».
Lilianne nació en Milán y vivía en la ciudad de Nimes cuando fue apresada. Por eso ahora su acento sorprende con una mezcla de dejes italianos, andaluces y franceses que le dan una atractiva elegancia a su porte de ojos azules, sujetado en un bastón sobre el que apoya sus 88 años cuando nos abre la puerta. Una imagen de fuerza que explica, tal vez, su asombrosa supervivencia.
En aquella Francia ocupada de los años 40, no recuerda haber tenido miedo a pesar de que la persecución, ni haber llevado cosida a su ropa la estrella de David amarilla: «No teníamos miedo porque nosotros éramos turcos, y no estábamos en guerra con Alemania. Pero un francés, al que después mi madre denunció cuando volvimos del campo, nos vendió por dinero. Tenía 14 o 15 años, y recuerdo que venía del colegio y ví muchisíma gente en un caminito delante de casa, y yo preguntaba qué pasa, qué pasa. Y me decían, no entres, no entres en casa, y yo decía por qué no voy a entrar: porque está la Gestapo. Yo dije donde está mi madre estoy yo. Entré y me cogieron a mí también. Es que si yo no entraba, mi madre estaría sola, y yo no podía consentir eso. Mi padre entonces estaba en Tánger».
Era primavera de 1944 y a Lilianne y su madre, Sara, las tuvieron una semana encerradas en la sede de la Gestapo en Nimes. «Después nos llevaron a Marsella, a la prisión de Les Baumettes, en la que había muchos judíos, y toda clase de presos, pero buena gente, la verdad». Comenzaba en Marsella más de un año de horrible cautiverio salpicado no obstante de golpes de suerte que le ayudaron a sobrevivir, y que atribuye a que «sin duda hay un Dios o tengo un ángel, porque a mí me salvaron mucha gente, de muchas cosas. Por ejemplo, venían los comandantes alemanes, de vez en cuando, a ver si cogían a una mujer para… pasar el tiempo, usted me entiende ¿no? y como yo era la más joven, dijeron ¡esta, esta!, pero la directora dijo ‘no, esta está con pulmonía, está mala, está para morir’. Así que me rechazaron. Cuando se fueron, ella me dijo ‘te he salvado la vida’, y es verdad, si no yo no sé dónde estaría…»
A los pocos días los trasladaron a un pueblo al lado de París: «Llegamos a un tren y había muchísima gente, niños, viejos, jóvenes, de todo… me acuerdo de una pareja de recién casados que estaban allí, los pobres, el viaje que hicieron de novios…». La descripción del trayecto hasta Auschwitz recuerda a las películas más duras sobre el Holocausto judío, con vagones de carga llenos: «Fue un día entero o día y medio de viaje, sin nada de comer, en un vagón de los que sirven para trasladar caballos, no se crea usted que íbamos sentados, no había sitio, como mucho en el suelo». Era el último tren de judíos que salió de Francia, y en él viajaron miles como Lilianne, y como ella engañados e ignorantes de su destino: «Nos dijeron vais a ir a un campo, a trabajar la tierra… mentira».
La escena que vivió después de que el tren traspasara la siniestra puerta de Auschwitz-Birkenau, bajo el letrero cruelmente irónico que decía ‘El trabajo os hará libres’, y una vez que el gentío cautivo culminara su nuevo éxodo, quiebra por primera vez la voz de Lilianne, incapaz de reprimir el llanto: «Después de bajar del tren empezaron a separarnos, los hombres por un lado, las mujeres por otro… y a los niños los cogían para llevárselos, y las madres llorando… eso fue lo peor… Porque en los campos no había niños -asegura cuando recupera el habla-. Cuando veo la película esa del pijama de rayas ¡mentira! allí no había niños, todo eso es mentira, ni niños ni viejos. Los separaban en cuanto llegaban y se los llevaban a las cámaras de gas, por eso cuando veo esas películas digo que es mentira».
«Para empezar, al entrar te desvestían, te cortaban el pelo al ras, y te ponían el pijama de rayas con un pantalón, una camiseta y ya; y unos ‘sabots’ ¿cómo se dice en español?, alpargatas, no, ojalá; estos que son de madera ¿zuecos? ¡Eso! nada más, sin nada, con un frío que teníamos … A mí ya me dieron un bofetón de entrada porque no me quería desnudar. Yo tenía 15 años, cómo me iba a desnudar allí». Los malos recuerdos de Lilianne brotan a saltos: «Dormíamos en literas, cuatro o cinco o seis en cada cama, que no podías ni darte la vuelta; por las noches nos duchaban con agua fría, nos daban de comer una cazuela de sopa una vez al día, y un trocito muy pequeño de pan. Éramos esqueletos andantes, todo el mundo igual, y encima nos daban mucho bromuro para que no pensáramos en nada, para dormirnos. La mala alimentación y el bromuro hacía que ninguna de las que estábamos allí tuviéramos la regla».
El hambre permanente empujaba a todas a robar: «Por la noche, a la hora de dormir, mucha gente, yo la primera, íbamos a robar pan a los otros, así muy despacito, claro, porque había que comer; y eso que si te cogían ibas derecha al crematorio, ¡cuánta gente fue!». En medio de ese peligro apareció de nuevo el ángel de Lilianne: «Una vez que yo había robado pan y lo llevaba escondido, vino una alemana a hacer un cacheo, y ahí yo ya me dije ya está, ya me cogieron, no voy a ver más a mi madre ni a mi padre, me van a matar… pero empezó a registrarme y ¡no encontró nada! Sin embargo, cuando salí, allí estaba el pan, bajo la ropa. Algo extraordinaio. No era mi hora».
La vida que tuvieron allí consistía en trabajar, «llevando tierra de un sitio a otro», desde las cinco de la mañana, («nos levantaban con el látigo») hasta las cinco de la tarde, hora en que sonaba la campana, «y si no trabajabas a su gusto te pegaban golpes. A mí me dieron una vez uno que me hizo una herida en la pierna y me llevó al hospital ¡porque tenían hospital, mira tú cómo eran! Si estabas malo te hospitalizaban, pero si estabas demasiado mal te mandaban al crematorio. A causa de esa herida no podía andar, pero el propio Himmler (dirigente nazi coordinador y cerebro de la red de campos de concentración y exterminio) hizo una vez una inspección al hospital. Y la doctora, creo que era una rusa prisionera, me dijo que aunque me doliera mucho caminara normal, y me dio una pastilla para que aguantara. Así pude pasar la inspección, salvándome de nuevo».
Pero el peligro de ir al crematorio era constante. Las selecciones eran periódicas. «Si veían que estabas muy mala te condenaban. Y la mitad no pudieron resistir. Si tenías alguna enfermedad normal, como un resfriado, estaban los médicos y el hospital». El periodista ha leído que al menos en la clínica se estaba mejor, porque no había obligación de trabajar, pero la interna número 5528 desmiente su impresión con una realidad más rotunda: «¿Mejor? ¡no! porque entonces no sabías si vendría alguien a decirte que te ibas al crematorio. Siempre dependía todo de tu suerte».
Lilianne y su madre estuvieron dos veces a punto de pasar a la cámara de gas y las dos veces actuó su ángel. «Allí no te decían a dónde ibas, te sacaban a gritos ¡fuera, fuera! ¡raus, raus! y te hacían esperar, pero los alemanes son cuadriculados, y tenían un cupo para cada vez. Si tenían pensado matar a noventa, la noventa y uno se quedaba fuera, si pensaban en 100, la 101 se salvaba. En las dos ocasiones en que nos sacaron, nos quedamos fuera por muy poco».
En el campo todos los días eran iguales. Resulta difícil imaginarse qué pensamientos recorrían las mentes de tanto condenado a morir más tarde o más temprano. «Una vez estábamos allí, éramos como sonámbulos -aclara Lilianne-, no pensabas en nada malo ni bueno, andábamos como drogados, como tontas con el bromuro. Cuando se hablaba, sólo se hablaba de tonterías, sí, de comida, de cuándo íbamos a salir, pero sin ningún sentimiento, no se hablaba de cosas normales, yo creo que no sabíamos lo que estábamos diciendo, yo podía ver un muerto, lo pisaba y seguía andando».
Nadie preguntaba para qué las tenían allí. No se hablaba de esperanza. «Dicen que es lo último que se pierde, pero en realidad es que no sabíamos qué pasaría el día de mañana. Porque a las cinco de la mañana nos ponían a todos en fila, nos contaban cincuenta mil veces, con un frío que hacía… Todo eso bajo la atenta mirada de los kapos, prisioneros que ejercían de vigilantes. «Eran los más antiguos, los primeros que cogieron que eran polacos. Estos sí que eran malos, eran también judíos y sin embargo nos pegaban; por esto es que a los polacos no los puedo ver».
¿Sería posible que en aquel infierno hubiera momentos buenos? «Momentos buenos ninguno. A veces nos imaginábamos cuándo nos iríamos a casa y luego pensábamos, sí,claro a casa…» ¿Sería posible hacer amigos? «Puff ¿amigos? Compañeros, si quieres. Una vez que estás allí, no hay amigos ni se quiere a nadie. Las únicas éramos mi madre y yo» ¿Sufrieron intentos de abusos las mujeres? «Sí, con lo guapa que éramos, como esqueletos vivientes…» ¿Nunca intentaron escapar? «¿Cómo? ¡no! ¡te mataban!»
Pero el infierno que Primo Levi describió en Si esto es un hombre y sobre el que dijo que eliminaba cualquier rasgo de humanidad resultó ser un terrible purgatorio del que algunos afortunados pudieron salir. El avance de las tropas rusas por el frente del Este al final de la Segunda Guerra Mundial era también el avance de esa esperanza tan esquiva. Los alemanes iban desalojando campos de trabajo y trasladando a sus debilitados internos hacia el Oeste, en lo que se conocería después como ‘marchas de la muerte’ porque la mayoría de los presos fallecieron en el camino. Los enfermos fueron abandonados en las clínicas de los campos, como ocurrió con Sara, mientras su hija Lilianne era llevada en trenes sucesivamente a los de Dachau, Bergen Belsen y finalmente Mathausen. Era la primera vez que madre e hija se separaban en todo su cautiverio.
«Cogí muchos trenes -rememora-, y cuando llegué a Mathausen, de los cien que viajaban en el vagón sólo me salvé yo. Alguien abrió el portón y dijo ‘todos han muerto’, pero yo grité desde el suelo ‘no no, yo estoy viva’, je suis ici, estoy aquí’, y pasó una cosa más rara… alguien, no sé si alemán o español o francés me cogió y me puso en una carretilla, y cuando quise volverme para darle las gracias, ya había desaparecido. A lo mejor el que me cogió fue ese ángel». A los pocos días llegaron las tropas estadounidenses. Era abril de 1945. «Yo vi llegar un coche de noche y me dije ‘dios mío, otra vez los alemanes que me van a llevar’, pero no, eran los americanos, que me envolvieron en una manta y me llevaron al hospital». De Mathausen, un campo con muchísimos presos españoles, conserva Lilianne un recuerdo muy especial, una medalla de Santa Rita que le dio un prisionero republicano para que la protegiese. La guarda tan bien que fue incapaz de encontrarla durante la entrevista. «Ahora voy a estar toda la noche sin dormir buscando la medalla, ya verás», lamentaba.
El esqueleto andante que era Lilianne posó para una foto que es la que aparece en este reportaje. Pesaba todavía 19 kilos un mes después de su liberación. «Y eso que ya me hartaba de comer», cuenta. Siguieron muchos días de confusión y recuperación. «Yo estaba segura de que mi madre había muerto en Auschwitz, y no sabía si mi padre seguía vivo en Tánger. Me preguntaron a dónde quería ir, y yo respondí en seguida que a París, donde recordaba que vivía la madre de una amiga mía, Madame Combay. En París, la primera cosa que vi, nada más bajar del avión, fue a un chico con un montón de pan, y cogí a este niño (llora de nuevo)… el pan, era la obsesión, tener pan. Poco después, ya en un cuarto estupendo que me preparó madame Combay, yo dormía con el pan agarrado, y la chica interna me decía ‘no te preocupes, que no te lo van a robar’, pero yo no podía soltarlo. Esa obsesión todavía me dura en cierta forma».
Entonces Lilianne fue noticia, se trataba de la superviviente francesa más joven del exterminio nazi, y mucha gente iba a visitarla, algunos querían adoptarla. La noticia de su liberación y la de su madre apareció en el periódico La Depéche de Tánger el 18 de julio de 1945. El padre pudo por fin celebrar el reencuentro de su familia, repartiendo comida a los pobres en Tánger, viajando a Francia en un avión de la Cruz Roja y llevando 40 kilos de comida para las dos, ya de vuelta en Nimes. Pero antes, la hija tuvo que pasar por el calvario emocional de volver a ser persona. «Yo era una persona nula cuando salí, me decían que estaba sola en el mundo, veía a la gente llorando a mi alrededor y no me importaba. Hasta que un médico estuvo una noche entera hablándome y por fin estallé, lloré y esa fue mi salvación».
Salvada, pero con memoria. Lilianne no puede olvidar todo aquello: «No se puede olvidar» afirma rotunda, mientras su marido recuerda que sólo una vez se ha despertado de noche gritando ¡los alemanes, la Gestapo! Tampoco ha querido volver, como sí han hecho otros supervivientes, a Auschwitz: «¿Volver, para qué? ¿para ver todo aquello, las fotos, los zapatitos de los niños…? -vuelve a llorar-. Sí he estado en el memorial Yad Vashem de Tel Aviv, y fue terrible, me pusieron en un cuartito donde se sentaban los niños -vuelve a llorar- … he visto tantas cosas… por eso cuando nacieron mis niños los abrazaba tan fuerte, y después igual, y mi familia me decía ‘siempre estás igual con los niños’… Cuando ya me casé con Samuel, la primera preocupación era cómo iban a salir los niños, porque con tanto bromuro… Pero ahora tengo tres hijos maravillosos».
La Lilianne que no se llama Lilianne sigue teniendo miedo, después de 70 años, y se mueve entre la esperanza de que Dios no permita que se repita un Holocausto y el temor a que suceda de nuevo: «No creo que vuelva a pasar, pero digo que si ocurre cojo a mis hijos y los tiro por la ventana, como vi yo que hacían en Francia, antes de que los cogieran. Tú pasas, tú ríes pero cuando estás sola ves que aún tienes miedo y piensas dios mío ¿y si pasa otra vez?».
Por eso responde rotunda cuando se le pregunta si ve bien que se mantenga el testimonio de los campos y los memoriales: «¡Sí! para que la gente vea lo que pasó». ¿Y usted cree que los alemanes lo sabían? «Yo creo que sí, a lo mejor los más chicos no, y puede que muchos se opusieran, pero yo a los alemanes no les he podido perdonar. Después he conocido a muchos, y he visto cómo han llorado cuando les enseñaba el número, pero no puedo, no puedo… no sé, algo tienen contra nosotros».
El periódico de Tánger que recogía la noticia de la vuelta a la vida de Lilianne y su madre se preguntaba en 1945: «¿Qué castigo se puede infligir a los criminales de guerra, a los grandes y los pequeños, para hacerles expiar tamañas infamias?» Pero ella se hace otras preguntas: «Todavía yo, muchas veces, cuando cojo un libro o veo imágenes de aquella época me acuerdo del campo y pienso ¿era yo realmente aquella, no sería otra?».
Por M. Muñoz Fossati
Fuente: Diario de Cadiz