Los actos que conmemoran Yom ha Shoá veha Gvurá (en hebreo, el día del holocausto y el heroísmo), la fecha en la que Israel rinde homenaje desde 1959 a los más de seis millones de judíos asesinados por el nazismo, se enfrentan a la dura realidad de la desaparición gradual – por ley de vida, ya que los hechos transcurrieron hace más de 70 años – de los testigos directos de la persecución y la masacre. Sin duda son supervivientes de uno de los sucesos más infames e ideológicamente orquestados de la historia humana, pero no son los únicos. También lo somos (y no sólo de una manera metafórica) los judíos que hoy, en 2017, habitamos el planeta.
Y lo seremos mientras consigamos percibir y procesar los testimonios de quienes vivieron el horror en sus carnes como si surgieran de nuestros propios ojos y oídos. Somos supervivientes los que logramos descender de ellos, pero también los hijos de aquellos que tuvieron la fortuna de estar lejos de las zarpas del Mal en aquellos años. ¿Qué hubiera pasado si el nazismo no hubiera sido derrotado entonces? ¿Cuál hubiera sido el destino de los emigrados a otras latitudes si aquellas naciones también se hubieran sumado a la euforia de una “solución final”? Sin duda, el nuevo imperio hubiera reservado algunos ejemplares humanos que sumar a su incipiente museo del judaísmo derrotado, como en algún lugar aún se conservan a buen recaudo los vectores de contagio de las más horribles enfermedades que han azotado a la humanidad y que ésta ha logrado vencer.
Es más: con un poco de perspectiva no sólo todos los judíos somos supervivientes de la Shoá, sino que la propia humanidad en su conjunto lo es. El final de los campos de exterminio (cuya fecha de “descubrimiento” es la efemérides en que el resto del mundo rinde homenaje a estas y otras víctimas de crímenes contra la humanidad, cada 27 de enero desde 2006) desbarató afortunadamente no sólo el genocidio de nuestro pueblo, sino también la eliminación de todos aquellos cuya mera existencia pudiera entorpecer la perversa visión racista de un mundo sin “degeneraciones” y “razas inferiores”, en el que sólo unos pocos (tan distintos físicamente de los propios impulsores de esta enfermiza concepción seudocientífica) tendrían derecho a vivir.
Si en Yom haShoá lloramos a los desaparecidos, sería justo que el resto del año lo dedicáramos a apreciar la suerte de haber logrado sobrevivir y llevar una rutina que, aún en la peor de las miserias imaginables, sería la envidia de quienes nunca podrán decir “nunca más”.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad