Opciones a contrarreloj. Por Rabino Yerahmiel Barylka

Opciones a contrarreloj. Por Rabino Yerahmiel Barylka
Opciones a contrarreloj. Por Rabino Yerahmiel Barylka

Aprovecho la tregua entre una alarma y otra—esas que nos exhortan a permanecer cerca de los refugios o dentro de ellos—para dejar trazadas estas líneas.

Lo hago, a pesar del cansancio que se acumula tras dos noches interrumpidas por sobresaltos, y del dolor de cabeza que no termina de irse.

En el Taná debe Eliahu Raba, 14, leemos que «Y me dijo Rabí, que en el mundo hay dos cosas que amo con todo mi corazón y son la Torá e Israel. Pero no sé cuál de ellas es primero. Le dije: «Hijo, la costumbre de los hombres es decir que la Torá fue antes, como está escrito en Mishlé-Proverbios 8:22 «.A. me adquirió en el principio de su camino… «, pero yo digo que ‘Israel fue primero’, como está dicho en Yirmiahu-Jeremías 2:3) «Santo es Israel a .A., primicias de sus nuevos frutos».

Hoy, como tantos otros días, el lugar más sagrado lo ocupan nuestros hermanos y hermanas aún secuestrados en las mazmorras de Hamás. Desde el jueves parecen haberse deslizado hacia un inquietante silencio de los medios. Pero para nosotros, no están olvidados: son las primicias de nuevos frutos, los que anhelamos abrazar hoy mismo.

El viernes y el Shabat alzamos nuestras plegarias desde el balcón de casa. Desde allí, el desierto se extiende hasta el horizonte, y en los días despejados se vislumbra el Mar Muerto. Frente a nosotros, los portones cerrados de la sinagoga vecina, mientras algunos vecinos distraídos forcejeaban con las cerraduras, buscando ese umbral hacia lo sagrado que, esta vez, permanecía inaccesible.

Nos envolvía un silencio extraño, roto solo por el ulular lejano de algunaambulancia. Estábamos solos, y sin embargo profundamente acompañados, sabiendo que en cada rincón de Israel —y más allá— muchas almas pedían por la paz de nuestro pueblo.

Nos sentamos a la mesa de Shabat, tratando de aferrarnos a la calma. Pero al llegar a los postres, una nueva alarma nos condujo al mamad —ese espacio reforzado de nuestro hogar que aprendimos a considerar refugio—, y al poco tiempo, los golpes en la puerta anunciaron la llegada de nuestros vecinos del piso, que ya no podían resguardarse en el suyo.

Allí permanecimos más de dos horas, unidos en el estrecho silencio del mamad, y nos despedimos con la promesa de recibirlos nuevamente a la mañana siguiente. No imaginábamos que, apenas unas horas después, volveríamos a refugiarnos allí —nueva vez acompañados por personas encantadoras y por Rey, su Husky siberiano, que se acomodó entre nosotros como si comprendiera cada sonido, cada pausa, cada sombra de ansiedad.

Al despuntar el día, nos apresuramos a comenzar nuestra íntima tefilá. Uno a uno, fuimos desgranando los versículos de la parashá Behaalotjá, dejándonos guiar por la cadencia sagrada de los te’amim —esos signos discretos que, como susurros del alma, marcan no sólo el ritmo melódico, sino también la intención profunda de cada palabra revelada.

Y entonces llegamos a Bemidbar 12:3. Aarón y Miriam se quejan contra Moshé… el hombre más humilde sobre la faz de la tierra. Pedí que nos detuviéramos.

Silencio.

Fue ese instante donde el texto ya no se leía; nos leía a nosotros. Moshé, el más anav, invocando curación por su hermana, la misma que le había herido. No hubo reproche, sólo súplica. Y de sus labios brotó una plegaria breve, pero que resuenaaún con fuerza a través del tiempo: “E-l na, refána la” — ¡Oh A., te suplico que la sanes!”

Fue imposible no quebrarse un poco por dentro. Porque en esa frase se condensan el amor, el perdón y la esperanza. Y porque, como Moshé, también nosotros pedimos curación: para los nuestros, para este pueblo lacerado, para la tierra que clama por alivio.

Tuve que hacer un esfuerzo consciente por silenciar en mi mente el eco estridente de ciertos políticos de nuestro tiempo—aquellos que compiten no por servir, sino por ver cuántas veces pueden decir “YO – ANI” en un solo minuto. Y no es por falta de tiempo: tienen minutos de sobra para hablar… pero solo de sí mismos.

Son los mismos que ostentan un repertorio inagotable de verbos que orbitan su ego: “conduje”, “decreté”, “determiné”, “lideré”, “decidí”, “ordené”, “indiqué”, “resolví”, “enseñé”, “establecí”, “zanjé”, “allané”… Todos ellos, listos para ser pronunciados si hay algún mérito que alardear. Pero cuando lo que se necesita es asumir una falla, ahí reina el silencio más absoluto.

Y entonces vuelvo mis ojos a la Torá. A ese momento luminoso en que, .A. llama a Moshé, quien no responde con grandilocuencias, sino con humildad. Se sienteinsuficiente, torpe con las palabras, temeroso de no ser aceptado. Y aun así, lo intenta. Y cuando su pueblo yerra, no se aparta ni los acusa: se pone al frente y suplica. «Te ruego que les perdones su pecado. De lo contrario… bórrame del libro que has escrito.»

Eso es liderazgo. No la vanidad del verbo en primera persona, sino el alma entregada por el otro, incluso cuando duela.

Seguimos la lectura, hicimos el kidush, comimos. Y hablamos.

Hablamos con el alma en carne viva de la bajeza de quienes, apenas unas horas antes de la ofensiva destinada a liberarnos del armamento iraní, dieron la espalda y cerraron sus corazones. De aquellos que estuvieron dispuestos a hacer tambalear la estabilidad del país entero con tal de seguir protegiendo privilegios injustos, esos que permiten que sus allegados eludan el servicio militar.

Ignoran—o eligen ignorar—las mitzvot de la guerra que la Torá enseña con claridad. Y lo más doloroso: muchos de ellos dirigen instituciones de enseñanza superior, se envuelven en el lenguaje de lo sagrado, mientras sus propios hermanos dan la vida por la santificación del Nombre, por la defensa de cada ciudadano de esta tierra… incluyéndolos a ellos.

Pocas horas después de la Havdalá, volvimos a escuchar el llamado para entrar al refugio. Nuestros vecinos, junto a Rey —su fiel husky siberiano— tomaron asiento en las mismas sillas de siempre, como alumnos silenciosos y disciplinados ante una lección que no termina.

Entonces, uno de los más jóvenes —sin saber nada de lo que habíamos conversado horas antes, tras la lectura de la Torá al mediodía— nos sorprendió con una pregunta: «¿Saben lo que es el síndrome de hibris?» Dijo que alguien le había contado que ese es hoy nuestro mayor enemigo, y que en el pasado, después de guerras que creímos ganadas por nuestra fuerza y estrategia, fue ese exceso de confianza el que nos arrastró hacia derrotas dolorosas.

Con el corazón encogido, intentamos explicarle. Le dijimos que el síndrome dehibris no es otra cosa que el orgullo desmedido, la arrogancia desbordada, la insolencia que desprecia límites y desdeña a los demás, especialmente cuando quien la encarna tiene poder o influencia. Es creerse invulnerable. Es olvidar la humildad.

Y entonces, mientras esperábamos impacientes en el mamad la señal que nos indicara que era seguro salir, nos miramos unos a otros y supimos cuánta falta nos hace, en este tiempo tan incierto, la inspiración de figuras como nuestro maestro Moshé: firme en la adversidad, pero siempre humilde; líder de un pueblo, sí, pero servidor del pueblo ante todo.

Que podamos inspirarnos con fe sincera y corazón firme, para arribar juntos al puerto del Shalom: a la liberación de nuestros secuestrados, a la curación profunda de los heridos del cuerpo y del alma, al regreso íntegro y seguro de todos nuestros soldados, de todas las fuerzas, y a la restauración de una vida en la que cada uno pueda respirar sin temor, abrazar sin urgencia y soñar sin límites.

Que ese día llegue pronto. Y que cuando llegue, lo recibamos con gratitud, con unidad… y con el alma encendida.

 

Por Rabino Yerahmiel Barylka (Israel).

15 COMENTARIOS

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